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Mi papá es de la edad de Mick Jagger. Es de buen ajayu, pero no se contorsiona como el líder de los Stones ni toma clases de kick-boxing. Londres ofrece esa opción, no Huajchilla, donde mi padre vive. Lo digo sanamente; no vaya uno a herir alguna sensibilidad a flor de piel de esa localidad.

Por nostálgica y mimética, mi generación admiró y emuló a rockeros coetáneos de nuestros padres. Kurt Cobain, el suicida del grupo Nirvana era un par de años mayor que yo. Y Eddie Vedder, vocalista de Pearl Jam, de carácter más de mi gusto, es cinco años mayor. Huelga decir que el rock no fue mi opción, por falto de talento, monótono y averso a la multitud.

El Grillo Villegas es más o menos mi contemporáneo. Él y otros se llevaron la creatividad disponible en aquel tiempo. Wara ya era una institución tutelar de la patria y “El” Calero hacía los documentales de La obertura del Siglo XX. Los más changos y de aptitudes medianas carecíamos de lugar ahí.

Los de espíritu más ortodoxo envidiamos pues a esos músicos. Lucimos aburridos y previsibles, con mala prensa. Pienso en monsieur Homais, el oscuro boticario de Madame Bovary, estereotipo de la vida burguesa y de clase media, que creó toda una escuela de desprecio en Occidente. De esa escuela rentan también los que poseen dones más sustantivos; y los predestinados, que le dicen a la gente qué debe que pensar y cómo, con voz fuerte. Los farmacéuticos no compiten con los héroes.

Recién anduve escuchando Pearl Jam. Vi de nuevo el documental Twenty sobre las primeras dos décadas de esa banda, que son ya tres. Pearl Jam es, pese a la edad de sus miembros, música de una generación un pelín menor a la mía. Cuando oí el disco Ten (diez) de Pearl Jam, su sonido crudo y de toques abatidos me iba mejor que la potencia de Nirvana, excesiva para un descendiente del boticario de Flaubert.

De ese disco de Pearl Jam, prefiero la última canción: Libérame. No es la más difundida y quizá por eso la apreciaba como un gusto privado, que me proveía estatus. Como muchos, fui un joven sin autoestima propia ni delegada justo cuando anhelaba sentir que alguito valía, sobre todo ante los demás.

Por años oí esa canción de Pearl Jam como uno a quien el izquierdismo nacionalista llamaba un alienado (cierto, pero era por contrahegemonía frente a Julio Iglesias y Los Iracundos). Y en el documental Twenty me enteré de que en la canción Release, Eddie Vedder se dirige a su padre biológico (no a su padrastro). Vedder lo supo ya con su papá muerto. Lo conoció apenas, como amigo lejano de la familia.

Vedder me hizo lagrimear con él. Cuenta que desearía saber si su padre lo quiso –Eddie querría que sí–. Como adolescente sin hogar y en trances de adulto, Vedder añoró su cobijo. El de un padre que le confirmara si lo que sentía venía mal o bien, con la palabra que supone habría sido pura buena laya.

Por atributos notariales, siempre me aterró dejar hijos con almas desabrigadas como las de ese Eddie Vedder. Paradójicamente, me ha tocado que sea un hijo pequeño el que me dé abrigo. Por gustos que explora u oye, por ejemplo, dispuso (¿libre?, ¿inducido?) que la torta de su viejo llevara la imagen de la película El golpe(The Sting), de 1973. El menor intuyó que ahí residía una clave de las añoranzas paternas. La música de esa película alegró otrora las casas de la clase media boliviana.

Un consuelo del espíritu notarial que refiero ha sido, por eso, legar la música de El golpe como la confidencia de un niño a otro. Uno, de hace casi 50 años, en un entorno magro, en el cual se oía música juntos y el abuelo festejaba chispeante el final inesperado de esa película. Lo hacía con el poder de permanecer intacto para llegar a un bisnieto que no conoció: este niño, el de hoy.

Los notarios y farmacéuticos, emblemas del conservadurismo inane, tienen pues reservado otro carisma, anónimo, capaz de hacerlos sentir arco iris incluso desde su discreto gris. Sus hijos no serán como ese Eddie Vedder también porque menos angustias los acecharán, ojalá en parte porque un alma notarial los cuida, sofocando pesadillas y esperando no robarles el albedrío. No, esta columna no es sobre el golpe del que tanto hablan.

Gonzalo Mendieta Romero es abogado.



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