El fin del hechizo esté cerca. Evo Morales llegó a México
casi como un héroe, como el último gran revolucionario obligado a abandonar su
país por un supuesto golpe de Estado, pero a medida que pasan los días, quienes
secundaron este relato y le añadieron capítulos cómplices, van dejando
entrever, entre las líneas de sus propias entrevistas, la impostura de un ex
gobernante que ya no puede mantener por más tiempo su narrativa conmovedora.
México ha sido sin duda generoso y hospitalario con diversos exilios a lo largo de la historia. Los españoles republicanos que huían del horror de la guerra civil y de la persecución del franquismo, no van a olvidar nunca las gestiones del ex presidente Lázaro Cárdenas, como no lo van a hacer tampoco los verdaderos exiliados de Bolivia, Chile, Argentina, Uruguay, Perú y Brasil, con los nombres de ex mandatarios mexicanos como Luis Echevarría Álvarez y José López Portillo.
El caso de Morales es, sin embargo, distinto, y no son pocos los analistas y
dirigentes políticos que en México han cuestionado la actitud del presidente
Andrés Manuel López Obrador y de su canciller, Marcelo Ebrard, quienes sin
argumentos convincentes otorgaron refugio y asilo a un presidente Morales en
realidad perseguido solo por su sombra.
Morales llegó a México con ese aire de víctima indígena que tanto le gusta mostrar, aunque pronto se vio que la humildad es una pose y que su teoría del golpe de Estado es tan o más frágil que su supuesto apego a la democracia.
Morales no es Allende, ni siquiera Juan José Torres, o tantos otros líderes de la izquierda latinoamericana que fueron perseguidos, encarcelados, asesinados y expulsados por los regímenes de facto.
En sus primeras declaraciones, muy poco después de haber descendido del avión en uno de los hangares del aeropuerto Benito Juárez –él sí primer indígena en llegar a la presidencia– agradeció al presidente López Obrador por haberle salvado la vida, aunque nadie en Bolivia pensó nunca en llegar a semejante extremo.
La narrativa de Morales, que se mantiene hasta hoy, incluía referencias a una supuesta traición de los mandos militares y policiales, a la conspiración, cuándo no, de la embajada de Estados Unidos, a la conjura de los dirigentes cívicos y a la ingerencia de la OEA, cuyos observadores primero y sus informáticos después pusieron al descubierto el fraude mas descarado de la histora de Bolivia.
El expresidente no habló nunca de la heróica y pacifica resistencia de cientos de miles de jóvenes de todo el país, que enfrentaron a grupos vandálicos, financiados y armados por el gobierno. Ni se le ocurrió mencionar y a los periodistas mexicanos mucho menos recordar, que durante casi 20 días, Bolivia había quedado paralizada no por una oposición partidaria, sino por una ciudadanía que no estaba dispuesta a soportar nuevamente que le fuera robado su voto.
Sorprendidos en su buena fe o cegados por su fanatismo ideológico, algunos periodistas mexicanos reprodujeron esas declaraciones sin tomarse la molestia de verificar lo que verdaderamente había pasado en Bolivia. Y entonces el “golpe” fue el titular fácil e irreflexivo en las portadas de algunos diarios o el tema reiterado en noticieros y redes supuestamente “progresistas”.
Con la popularidad en descenso, el gobierno mexicano utilizó el asilo del exmandatario boliviano más como una suerte de símbolo de reafirmación ideológica, que como un acto de consistencia con los principios de su política exterior.
Ni Evo Morales era un perseguido, ni corría peligro su vida, ni había una sola razón para pensar que alguno de los 20 ex funcionarios de diverso rango que buscaron refugio en la Embajada de México debiera temer por algo.
Los gobernantes mexicanos se prestaron a desempeñar un papel, lamentable, en el drama fraguado por Evo Morales y el MAS para dar aires de grandeza a lo que en realidad fue una retirada cobarde.
Como los reporteros argentinos, que se dedicaron en La Paz a fabricar escenas represivas y falsearon la realidad con imagenes de pocos ciudadanos, convertidos aritificialmente en multitud, periodistas mexicanos, desde la distancia, cayeron en un error similar.
El humilde dirigente político, que fue recibido con una palmadita paternal en el rostro por el canciller mexicano, Marcelo Ebrard, se desplaza ahora por las calles de la Ciudad de México en vehículos blindados, protegido por 14 guardaespaldas y con un viático cuantioso para tratarse a cuerpo de rey y visitar restaurantes selectos y caros de la capital azteca.
Cómodo en medio de reporteros y redactores que le hacen preguntas “a medida”, Morales no tenía necesidad de reaccionar con violencia, como lo hacía cuando alguien le consultaba por algo que no estaba en su guion. Ahora sonrie y llama hermanos o compañeros a quienes lo miran arrobados, como si estuvieran ante la representación misma de la revolución.
Pero los días pasan y las verdades llegan. La prensa solidaria va dejando espacio al periodismo más serio y responsable, y aparecen las primeras, profundas grietas, en el discurso/narrativa de Morales.
El expresidente no pudo ser convincente con la periodista Carmen Aristegui a la hora de explicar qué fue lo que lo llevó a postular por cuarta vez consecutiva y no le quedó más que admitir que utiliza México como una suerte de barricada desde la cual continúa incitando a la violencia en Bolivia.
Con Aristegui y más tarde con un periodista de BBC mundo, al que llamó “mentiroso” y acusó de recibir las preguntas vía whatsapp, el mundo comenzó a ver al verdadero Evo Morales, al personaje ambicioso que estuvo a punto de llevar a los bolivianos a un enfrentamiento civil solo por mantenerse en el poder, al mitomano que inventa declaraciones que nunca hizo, al refugiado que sigue tocando los tambores de guerra mientras los bolivianos comienzan a construir, con dificultad, un futuro de paz.
No solo en Bolivia, sino también en el mundo el hechizo de Evo Morales ha comenzado a perder efecto y a cundir también el ejemplo de un pueblo que supo, en paz y con valentía, quitarse de encima a un gobernante autoritario.
Hernán Terrazas es periodista.