Las imitaciones oportunistas nunca fueron buenas en política. Escuchar, por ejemplo, a dirigentes de la oposición, muy sueltos de cuerpo, gritar ¡Viva la libertad carajo!, al más puro estilo del presidente electo argentino Javier Milei, resulta por lo menos gracioso, además de preocupante porque confirma la gravedad de la falta de ideas.
Lo mismo pasa con las primeras intervenciones de opositores que estrenan su candidatura para el 2025, como el actual rector de la Universidad Gabriel René Moreno, Vicente Cuellar, quien en la misma línea del libertario argentino anticipa, un poco apresuradamente, que si llega a la presidencia disminuirá el número de ministerios y otras medidas extraídas de programas ajenos.
La victoria de Milei desató por igual el entusiasmo de los sectores más conservadores en varios países de América Latina –que no tienen nada de liberales, por cierto– que el de algunas organizaciones que ven en el caso argentino el ejemplo de que no había sido tan difícil derrotar a los progresismos latinoamericanos. Es casi como festejar el gol ajeno a falta de goles propios y sin distinguir qué tipo de jugador es el que logra la conquista.
Que Milei haya sido uno de los adversarios más eufóricos del kirschnerismo, de las “castas” y de los zurdos de “mierda” no lo convierte, para nada, en una suerte de nuevo héroe de la resistencia latinoamericana. Hay que saber distinguir la paja del trigo, porque en este caso no necesariamente funciona eso de que el enemigo de mis enemigos es mi amigo.
La “libertad” a la que alude el presidente argentino tiene que ver más con la economía que con la democracia. Libertad para todo, incluso para vender órganos en un mercado cada vez más demandante, pero no para otros temas más polémicos, pero relevantes, como el derecho que tienen las mujeres a decidir sobre su cuerpo o el de otras comunidades, subculturas o identidades, incluidas las de movimientos ambientalistas, que históricamente han luchado por un concepto de democracia más amplio y cotidiano, no limitado solo a la gimnasia periódica del voto.
El ¡Viva la libertad…!, entonces, tiene sus bemoles. Si bien en Bolivia la gente parece frustrada con lo político y severamente crítica con la mayoría de los liderazgos conocidos, eso no significa que debamos ir hacia una democracia donde el que grita más o el que quiera destruirlo todo, incluso la historia, tenga más posibilidades de conseguir algo.
Así como lo democrático no es solo el acto de votar, sino el de respetar al otro en el marco de una convivencia lo más armónica posible, la política no puede reducirse a las gestualidades, consignas explosivas o sintonías ocasionales con los instintos más básicos de las y los votantes.
Si en Bolivia se han reclamado ideas de la oposición es porque, durante las últimas décadas, ha habido más candidaturas que verdaderos proyectos políticos, más adjetivos que propuestas, lo que desgraciadamente ha incidido también en la profundización del debilitamiento de los valores democráticos.
Por eso hay que tener cuidado con la moto-sierra de Javier Milei, porque a fin de cuentas los autoritarismos se mueven siempre entre los dos extremos. Más allá de cuáles vayan a ser los aciertos y los errores del nuevo presidente argentino, lo más prudente es no depender de los referentes ajenos.
No es con un traje prestado que se consigue el mismo efecto. Es más, siempre hay algo de grotesco en la imitación, en pensar que pueden asimilarse, sin más, las narrativas aparentemente exitosas de otros.
Lo peor que le puede ocurrir a las alternativas políticas en Bolivia es caer en esa tentación, mucho más si del otro lado comienzan a moverse los hilos para que el peso de los estigmas “facho/retrograda/ultraderechista/ultraconservador” caigan nuevamente de manera aplastante sobre quienes apuestan por algo diferente en el país.