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Vuelta | 06/08/2021

El discurso de la violencia

Hernán Terrazas E.
Hernán Terrazas E.

¿A quién le sirve semejante carga de violencia en el discurso gubernamental? ¿Cuál es el objetivo que está detrás del repentino cambio en la línea que supuestamente iba a estar orientada a la reconciliación? ¿Tiene algún sentido añadir más odio a un país de por sí crispado por sus diferencias? ¿Cuál es el destino al que nos lleva esta espiral de resentimiento? ¿Será que ahora sí estamos más cerca de convertirnos en la desgraciada Venezuela o en la humillada Nicaragua? ¿Quién o qué gobierna al país?

Bolivia transita hacia un escenario de confrontación cuyas primeras manifestaciones se han dado a raíz del problema de la tierra en Santa Cruz. Ya lo habían advertido varios, pero el gobierno hizo de la vista gorda y continuó alentando a los grupos que se hacen espacio a la fuerza en el oriente boliviano. Hasta un muerto hubo ya en el camino de esta historia cuyo desenlace puede ser todavía más crítico.

Las páginas de los diarios reflejan sistemáticamente las expresiones de amenaza. La intimidación se ha convertido en parte esencial de una gestión cuyo objetivo central pareciera ser exclusivamente el ajuste de cuentas. Es un gobierno que no celebra avances en las áreas de administración más importantes del Estado, pero que lo hace de una manera preocupante cuando inventa conspiraciones y castiga a responsables imaginarios.

La mentira está entronizada. Ayer se decía que la nueva ley de ordenamiento de la policía excluiría la figura de un tutelaje gubernamental sobre la institución del orden, pero hoy se sabe que persiste esa idea y que finalmente quedará codificada en una norma. Con eso, el Estado policíaco cuyas consecuencias ya se viven quedará lamentablemente consolidado y el ciudadano estará siempre bajo sospecha.

El apetito de venganza no se ha saciado. Hay nuevos detenidos y se prolonga la cárcel para otros, a la espera de que el delito se oficialice y la responsabilidad se confirme. Y en ese afán, la instrumentalización de las instituciones para que se ajusten a los dictados del poder es una tarea que se ejecuta todos los días con especial obsesión hasta transformar al Estado en un ogro todopoderoso y abusivo.

Nadie se salva, ni aquí, ni más allá. En la fila de declarantes o cómplices figuran sacerdotes, diplomáticos, gobernadores, indígenas irreverentes, militantes insumisos, juristas, vocales y en general todo aquel que no comparta, ni haya compartido, la visión que el poderoso quiso imponer, la película en la que todos deberíamos actuar para no quedar fuera de la pantalla nacional.

Está en gestación un golpe contra lo poco que queda de institucionalidad. El objetivo no es solo abolir la independencia de poderes. La Asamblea es una máscara, un edificio nuevo y aplastante sobre la precariedad de los vestigios históricos, un símbolo más de estos nuevos tiempos en los que se define hasta la estética —ordinaria— del cambio. Muy pronto los decretos reemplazarán a las leyes y la fiscalización será penalizada. Esto no es exceso. Es realismo.

Sobre los medios independientes y críticos pende la espada de Damocles de la quiebra. El Estado acosa la palabra y cerca a las voces disidentes. Suma sus recursos para premiar la obediencia y los resta para castigar la discrepancia. Lo mismo que hizo Maduro en Venezuela u Ortega en Nicaragua para que los espejos mediáticos solo reflejen virtudes y disimulen los defectos. La disyuntiva que se quiere plantear es la de callar o morir.

La Constitución es un papel, una referencia que se interpreta a pedido y con carácter retroactivo. Hoy, por ejemplo, la orden al Tribunal Constitucional es que declare oficialmente inconstitucional la sucesión de la expresidenta Jeanine Añez. Esto para permitir que la venganza tenga visos de justicia, pero sobre todo para fragilizar aún más la situación de un presidente meramente decorativo. Si la sucesión no fue constitucional, tampoco lo fue la elección y por lo tanto quien despacha en la Casa del Pueblo es a lo sumo un encargado de legalidad dudosa.

Mientras tanto la incertidumbre económica continúa. Esa no es una tarea prioritaria. Por ahora el gobierno se conforma con las noticias que llegan de lejos. Los organismos pronostican crecimiento. Eso basta incluso para amenazar —la palabra es precisa— con un segundo aguinaldo que podría ser el tiro de gracia para lo poco que queda en pie de un aparato productivo profundamente debilitado por la crisis pandémica.

No faltan las voces que hablan de una nueva oleada de nacionalizaciones, aunque ya no quede nada por nacionalizar. La idea es crear incertidumbre, influir sobre el sector privado para que baje el perfil y no se ponga a opinar. Es más, ya se habló de empresarios que podrían seguir la misma suerte que la de los políticos, policías y militares que se llevó la ficción del golpe.

En todo esto tiempo, el presidente o sus ministros no se reunieron ni una sola vez oficialmente con el sector privado, aunque la agenda de temas pendientes es muy extensa y la responsabilidad de la reactivación debería ser compartida. En realidad, se desconocen los planes gubernamentales y la economía se maneja por chismes. Ahora se sabe esto, pero mañana quién sabe.

La sensación que deja todo esto no es buena. El país vive una terrible crisis de confianza. La sensación térmica no coincide en absoluto con los pronósticos de “clima” oficiales. En una sociedad descabezada y sin líderes visibles o con los pocos que había extraviados o perseguidos, las opciones se reducen y el “rebaño” que sigue a los falsos profetas crece por falta de opciones.

En el mes de la patria hay más razones para la preocupación que para la esperanza. No son buenos tiempos y los presagios son angustiantes. En el afán de inventar la realidad, de trastocar la historia y de acomodar las cosas según su interés, el gobierno desgraciadamente parece haber elegido el camino al desastre. El discurso de la violencia no lleva a otra parte.

*Es periodista y analista



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