En Bolivia la tradición del debate se había mantenido por años entre 1982 y el 2002, pero a partir de 2005 hubo un líder político que decidió ignorar ese compromiso respetuosamente democrático con el ciudadano y no ha cambiado de posición en años.
En un momento por muchas razones crucial de nuestra historia, cuando el riesgo democrático crece paralelo a la ambición, el debate aparece como la única posibilidad verdaderamente esclarecedora para que el ciudadano pueda distinguir, sobre todo, entre quienes están dispuestos a respetar la institucionalidad construida con sacrificio a lo largo de décadas y aquellos que se valen de la misma para instaurar un régimen alejado de los valores que son esencia de un sistema que tiene a la libertad como centro.
El actual gobierno es beneficiario de la democracia, en la medida en que llegó a ese espacio de poder gracias al ascenso de sectores sociales que históricamente habían permanecido sino marginados, al menos alejados de los espacios de definición de las políticas públicas.
El gobierno del Movimiento al Socialismo es un producto de la evolución de la democracia boliviana y no puede convertirse ahora en un obstáculo para seguir adelante en ese proceso de perfeccionamiento. Rechazar el debate es una de tantas maneras de entorpecer ese camino.
La postulación de Morales es ya un hecho. Nada ni nadie impedirá que su nombre figure en la boleta que recibirán los ciudadanos el próximo 20 de octubre. Aunque la legalidad de su derecho a participar de los comicios está en tela de juicio, ya es un candidato más y está en la obligación de actuar como tal, acatando al menos una de las reglas básicas en este tipo de procesos, cual es la de contrastar sus ideas, propuestas y los resultados de su larga gestión con otros.
De lo contrario el presidente confirmará que no solo no quiere conocer nuevas ideas, sino que tampoco quiere someter las propias a un intercambio que pueda enriquecer su perspectiva o, finalmente, cambiarla, porque en esto de la política nadie suele ser dueño de la verdad.
¿Qué piensan hacer el Presidente y el resto de los candidatos cuando, como es de esperar, los ingresos del gas sean cada vez menores y los gastos públicos continúen creciendo? Esa, por ejemplo, es una pregunta que necesita de manera urgente una respuesta honesta y clara. No basta con que se diga que los malos presagios son propios de los críticos de siempre, sino que se debe explicar con claridad cuáles son las alternativas que se tienen contempladas si las tendencias marcan un rumbo negativo.
Los profesionales jóvenes, esos que tocan a las puertas del Estado para buscar una oportunidad y que se encuentran con el clásico vuélvase cuando sepa idiomas nativos, que no es sino una forma distinta de decir, vuélvase con su carné de militante del partido, quieren saber también que opciones habrá para ellos que no sean las de una obligatoria militancia para poder ejercer sus profesiones y ganar un salario que corresponda a sus méritos.
Los candidatos, incluido Evo Morales, están en la obligación de debatir qué harán con la inseguridad de la gente en las ciudades. No puede ser que, con frecuencia alarmante se nos informe del crecimiento de la industria del sicariato. No es solo el caso del piloto de BOA asesinado por encargo en Cochabamba o el del dirigente deportivo, liquidado por un motociclista que se dio a la fuga, sino otros que no se conocen porque las víctimas no están en el radar público.
Vivimos en ciudades donde ya no existen los patrullajes policiales que
transmitían una seguridad pasajera. Si se ven policías, es por las noches y en
fin de semana, con propósitos harto distintos a los de garantizar el orden y la
seguridad pública. La ciudadanía cree cada vez menos en la institución del
orden, porque escucha un día si y al otro también, de coroneles que ayudan a
narcos y de narcos que son amigos de capitanes.
El Jefe de Estado tiene siempre alrededor a efectivos de la policía y las fuerzas armadas que garantizan su seguridad. Es más, no necesita siquiera de recorrer las calles para desplazarse de un lugar a otro, porque para eso tiene un helicóptero que lo libra del malestar del tráfico y de otras incomodidades que forman parte de la vida diaria de los otros 10 millones de bolivianos.
La gente quiere escuchar de sus candidatos qué medidas se van a adoptar para hacer algo con el desenfreno de la corrupción y la multiplicación de los corruptos en esta o aquella oficina pública. Ya son muchos años de esperar y muchas las decepciones acumuladas, como para que nuevamente las expectativas de los bolivianos en este campo sean ignoradas.
La ciudadanía quiere saber cómo se piensa evitar que el narcotráfico se siga apropiando de las instituciones del Estado, cuáles son las ideas de los candidatos sobre este tema que tanto daño hace a la imagen del país y al futuro de jóvenes expuestos a las drogas. ¿Qué se hará con los cultivos de hoja de coca ilegal que crecen sin control en el trópico de Cochabamba y en los parques nacionales? Son preguntas que necesitan una respuesta de parte de quienes buscan el voto.
Lo mismo con la salud pública. Se celebra que haya un seguro universal, pero angustia saber que los centros de atención no reúnen las condiciones para servir a un número creciente de pacientes y que el presupuesto continúa siendo exiguo para para abatir indicadores que nos ubican en los últimos lugares latinoamericanos en esta materia.
No basta con ignorar los desafíos de los adversarios o ridiculizarlos como lo hacen algunos frívolos del poder, sino que por respeto a la gente debe encaminarse la posibilidad de generar un espacio para la discusión abierta sobre los temas que inquietan o afligen a los bolivianos. Y aquí el cálculo político debería ser lo de menos, porque el debate no es un chiste, sino una obligación.
Hernán Terrazas es periodista.