Hace unas semanas la ecuatoriana Paola
Roldán, de 42 años, que padece ELA (esclerosis lateral amiotrófica), interpuso
una demanda contra el Estado con el ánimo de volver legal la eutanasia en su
país.
En una entrevista, Roldán –postrada con 95% de discapacidad– contó que en Ecuador la eutanasia se practica de forma velada “con historias clínicas cambiadas por médicos compasivos que quieren ayudar a sus pacientes a morir; en la sombra, con miedo, con culpa”. Ella no quiere morir a escondidas.
El pedido de esa muchacha, seco de toda esperanza, pues no hay nada que hacer, me conmocionó. Y removió mis “convicciones”: la hermana menor de mi padre padece ELA desde hace unos cuatro años. Ha resistido a su enfermedad con la entereza a la que nos tiene acostumbrados (sorteando invariablemente las fuertes turbulencias con la maestría de un buen piloto). Aun así, lo acabo de reafirmar, hay batallas en las que es mejor dejarse vencer.
Soy católica, no solo del catolicismo creyente, sino también del catolicismo cultural del que habla un amigo. Y aunque no soy ortodoxa y hasta puedo ser crítica con algunas ideas (políticas) del Papa, no llegaría al mileismo. Creo en la preservación de la vida en tanto esta no condene al cuerpo al padecimiento, mientras esa vida no se convierta en un corredor de la muerte.
Cuando la incapacidad o el dolor físicos lo tienen todo copado, la mudanza al otro barrio –como diría Rubén Blades– se vuelve una exigencia. Lo que no reparo en las dolencias del espíritu que creo, siempre cuentan con una cura. Es más fácil para el alma lisiada hallar una luz que para el cuerpo moribundo encontrar sanación. De ahí que al suicidio por la sola desesperanza pueda pensarlo como un acto apresurado y hasta injusto mientras a la eutanasia (“buena muerte”) la vea con misericordia.
Recuerdo la escena de la película “Still Alice” en la que la protagonista –diagnosticada a sus 50 años con Alzheimer– piensa que ha llegado la hora de partir pues ha perdido casi completamente la memoria, comienza a tener actitudes seniles y se siente agotada; y se abalanza hacia el cajón en el que esconde las pastillas que la ayudarán a suicidarse. Cuando su cuidador la descubre, Alice deja caer las píldoras al piso y luego no recuerda para qué eran. Con lo cual pierde su único chance: debe seguir viviendo y continuar transitando el camino sin retorno hacia el olvido incluso de ella misma. Pero el cuerpo, con algunas funciones mermadas, sigue bien. Suficiente para seguir gozando del amor del entorno.
Sé de personas que han cuidado a algún pariente senil sin memoria al que han tenido que brindar asistencia permanente mientras sus mundos se desordenaban por completo. Esa gente, como la de la película, realizan una genuina eutanasia. Pues sus pacientes, además de no padecer dolorosas enfermedades, realizan el tránsito final bien acompañados.
Y es que, como leí en algún lado, una cosa es el deterioro de la mente y otra, el deterioro de la vida. De ahí que legislaciones que permiten la eutanasia, mantengan, por ejemplo, la exclusión de elegibilidad para personas cuya única condición médica subyacente sea una enfermedad mental.
Gilda, mi tía, está en pleno uso de sus facultades mentales y sin embargo se encuentra en “un estado médico grave e irremediable que causa sufrimiento físico perdurable e intolerable”; vive en Canadá y ha pedido asistencia al “MAID” (Medical Assistance in Dying) para que le administren la eutanasia. Siempre ha decidido sus cosas, sin alardes (mi abuela solía quejarse de que esa su hija y yo éramos piscianas auténticas: “aparecen como peces indefensos, pero debajo del agua hacen lo que les viene en gana…”).
Deseo que Paola Roldán logre pronto que los jueces de la Corte Constitucional la escuchen y legalicen en Ecuador el suicidio asistido (solo en determinados casos). Y que si no lo consigue, no sufra mucho más.
Mi tía posee una sabiduría emocional difícil de alcanzar. Sus problemas nunca han logrado abatirla y los ha combatido con discreción y legítima resignación. E incluso ahora, que la imagino en su delgadez, inmóvil en la cama de su casa en Toronto, donde me alojó con cariño y paciencia por un tiempo, tengo presente su sonrisa apacible. Sé que su cabeza repite como un mantra: “todo va estar bien”. Todavía tiene un propósito, que sus tres hijos y sus nietos puedan visitarla unos días más. Lo que me recuerda al historiador Tony Judt, igualmente con ELA, cuyo espíritu corría mientras su cuerpo se paralizaba sin tregua a cada minuto. Pudo dejar sus memorias, murmurándoselas a un amigo, que las escribía aprisa. También tenía un propósito y aunque algo medida, tenía esperanza.
Gilda lleva guiándonos en cómo rescatar lo que queda de los temporales. Nos ha educado, quizás sin saberlo, en asuntos de supervivencia. Esta vez, desde su “silenciosa inmovilidad”, le tocará enseñarnos cómo morir. Aunque vayamos a extrañarla mucho.
Daniela Murialdo es abogada.