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Vuelta | 31/01/2022

El bien y el mal

Hernán Terrazas E.
Hernán Terrazas E.

En poco más de una semana tres hechos marcaron de manera terrible el complejo momento ético por el que atraviesa el país. No es que antes, en otras épocas, no hayan existido razones para sentir rabia o vergüenza, pero a veces las cosas llegan a extremos tales que las convierten en referencias determinantes, en símbolos de una decadencia moral profunda.

La detención de un ex policía responsable de la lucha contra el narcotráfico que en lugar de perseguir narcos se dedicó a protegerlos, el descubrimiento de una red de jueces que abría las puertas de las cárceles a psicópatas y violadores, y la conversión del autor intelectual de la quema de casi toda la flota de los buses Puma Katari en  acusador por la presunta compra con sobreprecio de esos mismos vehículos, dan una idea del nefasto panorama que se abre a la mirada de una sociedad a la que cada vez se le hace más difícil distinguir el bien del mal.

Aunque no es la primera vez que un jefe policial cae detenido  por vínculos con el narcotráfico, el caso del coronel Maximiliano Dávila deja abiertas muchas interrogantes. Es de suponer que el ex director de la FELCN no operaba solo y que varios de sus subalternos tenían la responsabilidad de asegurar  protección para que innumerables narco avionetas despegaran desde diferentes puntos del país con cientos de toneladas de droga.

La red encabezada por Dávila tuvo también que involucrar a gente del área de inteligencia policial, a oficiales y a personal operativo cuya tarea era ni más, ni menos, que hacerse de la vista gorda en todo el proceso que lleva del acopio de insumos para la fabricación de la cocaína, el almacenaje del producto y la logística de traslado del cargamento hasta los lugares desde los que debía salir hacia otros países.

Lo más probable, además, es que Dávila gozara a su vez de algún tipo de protección de sus superiores, porque no de otra manera se explica la facilidad con la que operó mientras estuvo al mando de la FELCN y después como comandante de la policía en Cochabamba. 

Trabajar para el narcotráfico deja un rastro de enriquecimiento ilícito que es muy fácil de seguir, sobre todo en un ámbito como el policial en el que la vida y milagros de los jefes queda siempre en evidencia y donde cualquier “pecadillo” es destapado entre “camaradas” para poner piedras en el camino de un oficial hacia las funciones más importantes de mando. Con seguridad, Dávila no actuó solo y tuvo que compartir las ganancias para mantener la continuidad del “negocio” sin “molestias” legales.

Desgraciadamente no es un oficial, sino la institución entera la que queda en entredicho cuando se destapan este tipo de escándalos. La Fuerza Especial de Lucha Contra el Narcotráfico ha sido siempre un espacio cotizado entre los variados tramos por los que se desarrolla la carrera policial y, a la luz de los hechos recientes y pasados, está claro cuál es la motivación que impulsa ese “apetito”, en un contexto muy grave de tolerancia y hasta de complicidad de distintos niveles del Estado con el delito.

Con los jueces ocurre algo similar.  Sin caer en las generalizaciones torpes, no es aventurado decir que la gran mayoría de los encargados de impartir la justicia en Bolivia son todo menos justos, por lo que llegar a lo estrados judiciales se ha convertido en la antesala del infierno tan temido que puede durar unos años o toda la vida.

Están los fiscales y jueces que responden al poder político – ayer y hoy – y que actúan conforme a las órdenes de quien les dio la posibilidad de llegar, por lo general sin más mérito que la obsecuencia, al lugar desde donde condenan o absuelven en función de intereses por lo general alejados de lo que corresponde estrictamente en justicia.

Hay jueces que encierran al inocente y liberan a los culpables, independientemente de la monstruosidad del delito que cometieron, como Rafael Alcón Aliaga, quien dispuso la libertad de un feminicida y violador serial, supuestamente porque padecía de una enfermedad terminal.

Y lo peor: hay fiscales que acatan las órdenes de los culpables y se convierten en cómplices de una trama en la que las pruebas importan menos que el deseo de venganza del acusado principal.

Constatar que el dirigente vecinal, Jesús Vera, a quien testigos vieron ordenar la quema de los buses Puma Katari durante los conflictos de fines de 2019 en La Paz, es ahora quien denuncia  a la autoridad que precisamente activó un proceso en su contra por un atentado contra la propiedad pública, es por lo menos repugnante.

Vera, sobre quien también pesan acusaciones por haber encabezado grupos que lotean terrenos municipales, se ampara en su relación con el poder actual, para eludir la justicia y, de paso, influir sobre las decisiones de un fiscal servil con el propósito de ajustar cuentas con un adversario político.

A la luz o la sombra más bien de estos tres ejemplos, que son síntomas de la desinstitucionalización del aparato estatal, se acentúa la sensación de indefensión del ciudadano que observa incrédulo cómo  quienes deberían ser los responsables de su protección son, en realidad, los culpables de ponerlo constantemente en peligro.

Un Estado con policías que son ladrones, jueces injustos y fiscales en alquiler es una amenaza para los derechos de las personas y  para la propia convivencia en una sociedad que, al asistir rutinariamente a un espectáculo decadente, corre el riesgo de participar a ciegas del festín de los valores invertidos.

Hernán Terrazas, periodista y analista



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