No, no me animo a hacer ningún análisis sociológico sobre la utilidad (o la falta de ella) de incorporar en la papeleta censal el término “mestizo”. No soy socióloga, y todo lo que tenga que ver con mediciones y estadísticas solo revive traumas universitarios (pese a que guardo buenos recuerdos tanto de mi catedrático de Sociología del Derecho –un boliviano con nombre y apellido italianos, para hablar de mestizaje- como de mi profesor de Estadística en un postgrado que poco tenía que ver con mi humilde profesión y en el que todo se trataba de reafirmar las nulas habilidades de los abogados en materias relacionadas con la administración y la microeconomía, o el manejo de Excel).
Lo que hoy me trae aquí, es el anuncio de la “marcha de los mestizos” que organiza el Comité Nacional de Defensa de la Democracia (Conade) intentando incluir esa categoría en el próximo censo. El nombre de la manifestación me suena a canción de la banda chilena Los Prisioneros, que allá por los 80 cantaba “únanse al baile/de los que sobran/nadie nos va a echar de más/nadie nos quiso ayudar de verdad”.
Los mestizos tienen motivos para sentir que a veces sobran, aunque mestizos seamos todos, pues la mezcla es tan regla y no excepción que lleva a preguntar si, entonces, es preciso medirla. Aun así, lo que me conmovió del anuncio de la protesta fue su rasgo inocuo, tan característico de las “revueltas” bolivianas, que parecen haber agotado su terror a principios de los ochenta. Agitaciones sociales con consignas y arengas que logran solo hacer temblar a cualquier extranjero que pasee por la céntrica calle Sagárnaga y escuche petardos y los gritos de los revoltosos amenazando con mandar al paredón a algún ministro.
Los locales sabemos que nadie será fusilado, y que ni los marchistas andarán encapuchados quemando iglesias, ni los policías reprimirán las escaramuzas desde camiones antidisturbios como lo hacen, por ejemplo, los “pacos” chilenos, a los que el actual presidente de Chile, Gabriel Boric acusó tantas veces de abusos cometidos cuando él acompañaba entusiasta los disturbios de octubre de 2019 (en ese entonces Boric no imaginó que terminaría celebrando con ellos el Día de los Carabineros). En nuestro país pueden existir pero no llegan a aplicarse, o peor, se aplican erradamente, normas penales como la Ley de Seguridad del Estado, que es un mecanismo utilizado en Chile “para enfrentar delitos contra el orden público que acelera los procesos judiciales y eleva las penas” –Ley que, contrariamente a lo que se pensaría, no fue creada durante la dictadura de Pinochet, sino a mediados del siglo pasado y ha sido aplicada desde entonces, incluso en democracia, en distintas circunstancias: desde paros de transporte hasta el conflicto de los mapuches-.Y es que los bolivianos somos más de persistencia y sacrificio que de violencia inacabada. Dados nuestro carácter derrotista y la habilidad para instrumentalizar el victimismo, sin importar si son pequeñas o grandes nuestras quejas, optamos por tapiarnos, crucificarnos, morir de hambre o sufrir largas caminatas (acompañados de nuestros niños) bajo el inclemente sol altiplánico o las altas temperaturas orientales. Inclinados más por el masoquismo que por el sadismo, las demandas en las calles ocasionan los mismos perjuicios que una entrada folclórica: interminables filas de automóviles que no avanzan; gente apresurada caminando veinte cuadras que no tenía contabilizadas en su cronómetro (o quizás sí); y un hartazgo generalizado. Pero no hay oficinas públicas saqueadas y si tuviéramos metro, sus estaciones no serían incendiadas. El daño a nuestras ciudades es más emocional que patrimonial.
Hace unas noches, en una simpática y muy bien producida adaptación del musical de Broadway RENT a la bohemia de La Paz de los 90, el público paceño río -no sin resignación- con la traducción de la famosa “Seasons of Love” en la que los artistas cantaban: “¿Cómo medir un año en La Paz?/ ¿en entradas, en prestes?/ ¿en huelgas, en marchas?”.Aunque los bolivianos, y sobre todo los paceños, tenemos cierto recelo hacia algunos levantamientos, pues llevamos en la reciente memoria sucesos como octubre del 2003 y noviembre del 2019, que lejos de reclamar el derecho a vender ropa usada o que se abrogue un Decreto que exige a los turistas gastar en caras pruebas PCR para entrar al país y reportar a Migración cada vez que entran al baño, supusieron el derrocamiento de presidentes y las consecuentes venganzas a cargo de personajes violentos más propios de dictaduras que de simples movilizaciones, como Carlos Sánchez Berzaín y Juan Ramón Quintana.
Pero como este no es un estudio sobre psicopatía, la masacre de Octubre Negro, o la quema de casas y PumaKataris el domingo de la renuncia de Evo Morales, quedan pendientes para alguna novela negra y no entran en este texto sobre tumultos callejeros. El estallido social del 19 en Chile se detonó con el alza en la tarifa del sistema de transporte público de Santiago (igual podríamos hablar de los heridos de bala, las barricadas incendiarias y quemas de paradas del transporte público en las pasadas marchas santiaguinas “conmemorando” el Primero de Mayo). Al poco tiempo se declaró el Estado de emergencia y el toque de queda en varias regiones. Medidas que, supongo, no serán necesarias para contener los efectos de la marcha de los mestizos; ni de las siguientes marchas de los maestros, los dirigentes de Fencomin, o los importadores de autos chutos.
Si los mestizos logran buena convocatoria y gritan fuerte, tal vez consigan entrar a la papeleta del censo (sin detenidos ni heridos durante su lucha). Si no, podrán contratar una banda y ponerse a bailar al son de “únanse al baile de los que sobran”. Con ello, impedirán el libre tránsito, pero además gozarán. Y quizás hasta los escuchen.
Daniela Murialdo es abogada y escritora