Es conocido que cuando a Winston Churchill le preguntaron cómo había logrado alcanzar la longevidad, él respondió “no sports” (“solamente puros y whisky”).
Churchill era un agudo provocador. Su sarcasmo confirmaba la excepción a la regla y, a la vez, la relevancia del deporte en la salud humana: el ejercicio mejora la fuerza muscular y la resistencia, envía oxígeno y nutrientes a los tejidos y contribuye al sistema cardiovascular. En cambio, ver deporte provoca una cadena de emociones menos saludables. Quizás entonces podría tomar sentido propio la frase del ex primer ministro del Reino Unido.
En inglés a los hinchas se los llama “supporters”. En los hechos se adapta mejor a lo que los fervientes seguidores hacemos: soportamos estrés extremo, frustración, ira, y si eventualmente no soportamos la descomunal algarabía, debemos soportar la resignación (“no perdimos el partido, nada más se nos acabó el tiempo”).
La zona del cerebro cuya principal responsabilidad es que el cuerpo se mueva, también se activa cuando estamos mirando un juego. Esa especie de comunión involuntaria se da gracias a las llamadas “neuronas espejo”.
El neurocientífico londinense Daniel Glaster cree que esto supone que, cuando vemos una competencia, simulamos los movimientos de los deportistas como si los ejecutáramos nosotros mismos para predecir y anticipar lo que están haciendo.
Nunca fui buena jugando básquetbol. Me elegían como parte del equipo del curso únicamente por mi altura, que en ese entonces superaba la media y me acomplejaba (uno de esos complejos lo trajo un novio al que mi familia apodó el Llaverín, pues le llevaba yo una cabeza…). Empero, desde hace casi 30 años y sin ninguna explicación compleja, soy devota de la NBA y entusiasta groupie de los Lakers. He tenido épocas más dedicadas que otras, pero uso sudaderas con su logotipo, disfruto un buen número de partidos de la temporada regular y me encierro para desvelarme durante los playoffs. Y encaré lluvia, presupuesto e inseguridad nocturna para presenciar desde la penúltima fila de la “arena” –y cumpliendo todos los clichés de los hot dogs y la cerveza– un partido diminuto, con jugadores diminutos y una pelota diminuta. Por ser visitantes no asistió Jack Nicholson, el eterno fan de los angelinos de la primera fila hasta hace poco.
El mayor riesgo para cualquier hincha es un ataque cardíaco. Eso sí, si nuestro equipo sale victorioso, el cerebro segrega dopamina que nos genera placer. En cambio, el enojo o la tristeza de la derrota producen cortisol o exceso de serotonina, que pueden causar ansiedad y depresión. Afortunadamente no he pasado del llanto y nunca he tocado fondo.
Un sicólogo deportivo paceño –que presumo construyó su carrera con el ánimo de comprender sus propios fanatismos– me decía que la idolatría hacia un jugador o un equipo es comparable a una relación amorosa interminable, en la que la otra parte no romperá nunca; lo que hace que nos estacionemos a pesar de los malos momentos y las decepciones. No parece haber salida. Por eso entiendo a quienes nos ven a la distancia con la misma incredulidad con la que ven a aquellos que no huyen de ella, aun sabiendo que es una relación tóxica.
Otra de las reacciones corporales inconscientes cuando vemos algún partido o competencia es el contagio sensitivo que, dice el especialista inglés, conecta el sistema emocional del espectador con el de la persona a la que observa.
Glaster afirma que, incluso cuando se está solo en una habitación, ante un gol (por ejemplo), uno se levanta y grita y se siente más feliz que si estuviera cerca de un bebé durmiendo o en una biblioteca, donde se deben mantener los movimientos bajo control. Yo suelo pedir licencia a mi familia para hacer una pausa en la educación de mi hijo menor, quien durante más de dos horas por juego debe escucharme una mala palabra cada tres dribblings, gritos capaces de espantar murciélagos y mis deseos de que el prepotente de Trump encuentre razones para deportar (nunca más útil el término) a los mejores jugadores de los equipos contrincantes… Y es que además, en esos instantes de enajenación perfeccionamos nuestras habilidades como directores técnicos: opinamos, dirigimos y corregimos las malas jugadas de los imbéciles que no hacen lo que les decimos.
En la película argentina “El secreto de sus ojos”, la pista rotunda que lleva hacia al asesino es su pasión por el equipo de fútbol Racing Club (“pese a que hace nueve años no sale campeón”): “El tipo puede cambiar de todo; de cara, de taza, de familia, de novia, de religión, de Dios, pero hay una cosa que no puede cambiar, no puede cambiar de pasión”. De ahí que lo apresen en el estadio durante un partido.
Así que ya saben, si alguna vez cometo una fechoría, pueden buscarme en Los Ángeles.
Daniela Murialdo es abogada.