Me he tomado un par de días para asegurarme
que, al escribir esta nota, no estoy inmerso en una pesadilla y que he leído,
con el uso pleno de mis facultades, los acuerdos que el Gobierno –¿instruido
por el poderoso “gabinete social”?– ha suscrito con las organizaciones
empresariales.
Lo primero que se me viene a la cabeza, es la célebre frase de Oscar Eid: “hermano, jodidos estamos todos”. En tres líneas, primero, muy suelto de cuerpo el máximo representante de la COB comunica que, en el gabinete social, ha pedido aplicar control de divisas; segundo, el gobierno declara que solo pondrá divisas en el mercado si lo ayudan a conseguir préstamos en el exterior (y a aprobarlos en la ALP); y tercero, los empresarios firman un acuerdo de 17 puntos de los que 15 se vienen acumulando desde la segunda mitad de los años 1980, por lo menos 12 solo tendrían efectos a mediano y largo plazo, y los 17 no tocan las causas que configuraron la situación actual y, en especial, ignoran los efectos sociales de esta realidad en los hogares.
Aunque lo comentaré en próximas oportunidades, con INASET estamos trabajando en diseñar un “Marco conceptual para un Plan de Gobierno pertinente hacia el Tercer Centenario” en el que, precisamente, centramos la atención en la ruta crítica para construir, finalmente, una economía que sea “una economía de la gente y para la gente”.
En nuestro diagnóstico, la falta de divisas no es el problema: es solo una consecuencia de la acelerada “reprimarización extractivista” de la economía a la que el gobierno ha apostado como el principal factor de crecimiento económico, y de generación de divisas. Como anotamos en su momento, el equívoco de esta apuesta fue aumentado con el error de adoptar un tipo de cambio fijo (tcf), dando lugar a la secuencia de efectos que explican la situación actual.
Grosso modo, en valores corrientes, respecto al promedio 1990-2005, en 2006-2023 el PIB creció 5,8 veces más, pero las importaciones lo hicieron 7 veces más: pasaron del 22% al 26% de la Oferta Global y, respecto al PIB, aumentaron del 28% al 34,5% (+6,5pp); el consumo del gobierno aumentó en 2,6pp, mientras el de los hogares cayó 6pp; respecto al consumo total, las importaciones pasaron del 31,2% al 42,3% (+11,2pp), y respecto al consumo de los hogares subieron del 37% al 53% (+16pp), con el consiguiente aumento en la exportación de divisas.
Por supuesto, los datos no incluyen el rol del contrabando que, dicho sea de paso, si no fue alentado abiertamente, fue políticamente “tolerado” para fidelizar actores y grupos vinculados al comercio informal. Contribuyó el tcf que, frente a los costos aduaneros o la irracional presión tributaria sobre la manufactura nacional (impone una carga superior al 30% en el precio final de los productos) hizo del contrabando, un negocio muy rentable. Si sumamos la irracional política salarial, el tcf también indujo a muchas empresas a aumentar –de forma muy significativa, el componente importado de sus insumos para ahorrar procesos internos, con los consiguientes efectos en el empleo, la reducción del valor agregado, y el uso innecesariamente dispendioso de las divisas: la irracionalidad económica y social de las políticas aplicadas, determinó el achicamiento del aparato productivo y la caída de la productividad laboral promedio.
Siendo esta una de las secuencias que explican cómo la economía fue conducida al atolladero en el que nos encontramos –las otras están en la institucionalidad, y en la ahora evidente baja capacidad de los “políticos” que asumieron su conducción, paso a mencionar someramente los elementos de la propuesta que sugiere el marco conceptual que estamos desarrollando.
No entro en mayores detalles porque espero que, en un ambiente mínimamente racional y reflexivo, tendremos la oportunidad de tocar cada tema y fundamentarlo, conceptual y empíricamente.
¿Cuál sería una secuencia de acciones de urgencia que converjan en una solución estructural que evite el colapso de la economía? Mencionamos, a título ilustrativo, los primeros pasos:
De inicio, tres constataciones empíricamente validadas, contradicen la “economía de texto”:
la inversión (el capital) no determina el crecimiento de la economía: lo hacen el nivel de empleo y la remuneración media al trabajo (determinada por la productividad laboral y la distribución del ingreso) que se traduce directamente en consumo;
los impuestos indirectos del sistema tributario boliviano, al trasladarse a los precios finales de los bienes y servicios, reducen directamente la capacidad de consumo de los hogares, y el efecto multiplicador que este consumo tiene en la formación del PIB;
el Estado, como único emisor de moneda nacional a través del BCB, no está restringido en su capacidad de gasto por el nivel de sus recaudaciones: ergo, el problema no es ni está en el déficit –éste desaparece al final de cada gestión a menos que el Estado se endeude para cubrir el déficit, y el daño aumenta a futuro si, además, la deuda se contrae en divisas.
Solo la diversificación de la oferta exportable (incluyendo el turismo) puede captar divisas, pero ésta no es alternativa a corto plazo dada la precariedad institucional y la anomía social.
El camino que queda, es reducir racional, pero agresivamente, las importaciones, a la vez que se generan condiciones para desarrollar, con el aparato productivo nacional, la oferta sustitutiva a ciertas importaciones y la recuperación del mercado interno.
Las recaudaciones tributarias en efectivo en el mercado interno promedian, desde 2011, $us 5.000 millones de dólares anuales ($us 4.000 millones excluyendo las recaudaciones por IUE). Si este monto se repone al ingreso disponible de los hogares para consumir bienes no importados, es fácil estimar que el PIB aumentaría al menos en 50% más respecto a las cifras “record” alcanzadas a mediados de la década anterior.
Dada la emergencia, y el abusivo manejo del empleo público para fines políticos, se aseguraría el correcto uso del ingreso adicional mediante la billetera móvil boliviana (BMB) aplicable a una parte de las remuneraciones en todos los niveles del sector privado o público; se distinguen en el sector público, las remuneraciones a funcionarios electos, de carrera, designados por concurso competitivo, o solo políticamente (tenemos propuestas con los detalles respectivos).
Por supuesto, los pasos iniciales precedentes, requieren de medidas y acuerdos sociales que sean vinculantes: desde la absoluta prioridad de poner fin definitivo a la grotesca burla de las elecciones judiciales –condición necesaria para dotarnos de una base institucional creíble sobre la cual apoyar el desarrollo productivo, hasta una verdadera y sería simplificación conceptual de las relaciones Estado-Empleador-Empleado, pasando por un profundo rediseño de las autonomías para dotar a las ETAs de ingresos propios que les permitan realmente asumir la responsabilidad del desarrollo local. En todo caso, serían pasos creíbles para, eventualmente, recurrir de ser necesario a préstamos o créditos concesionales de organismos multilaterales.
En síntesis, por ahora, el acuerdo de los 17 puntos es una señal de alarma que no se puede ignorar:
los trabajadores no tienen quien los represente: desde 2006, se aceleró la pérdida de empleo productivo formal: hoy no llega ni a 15% de la población económicamente activa;
el gobierno reconoce su incapacidad para identificar y generar los cuatro a cinco mil millones de dólares anuales que permitirían enfrentar la crisis;
los empresarios parecen también haber perdido su norte. Los acuerdos no condicen con la gran vocación creativa que generó valor y empleo por muchos años: no cuestionan la falta de ideas y acciones políticas para recuperar el mercado interno, la mejora permanente de la competitividad nacional que se requiere para que las empresas mejoren su productividad y, en general, para que la visión de desarrollo productivo sustituya al extractivismo rentista.
De persistir estas condiciones, nadie podrá ayudarnos. Si solo quedamos nosotros para salir del pozo, convengamos en que podemos generar los recursos para enfrentar la crisis relativamente rápido. Pero la tarea, en realidad, es crear, anualmente, 150.000 oportunidades de empleo digno para los jóvenes que ingresan al mercado laboral, y que tengan como mínimo la productividad laboral media de América Latina ($us 25.000 por trabajador/año frente a los $us 5.000 en Bolivia hoy). Este doble objetivo en cantidad y calidad del empleo, es la base para un proceso sostenido y sostenible de crecimiento con desarrollo, tarea que debería asumir el gobierno que inicie el Tercer Centenario.
Enrique Velazco Reckling, Ph.D., es investigador en desarrollo productivo.
@brjula.digital.bo