Cuando era niña y me preguntaban qué profesión
tenía mi papá, yo contestaba –con el mismo alarde con el que Jesucristo
respondía, antes de tener conciencia divina–que era carpintero. Sucede que yo
veía cómo sacaba sus herramientas de un taller precario en un rincón de la casa,
para luego erigir libreros y reparar sillas. No registraba las horas que pasaba
en alguna redacción periodística o dando clases en la Facultad de Periodismo de
una universidad mexicana.
En esas idealizaciones que uno forma desde siempre, la imagen de mi papá como un carpintero constituía casi una metáfora. Él construía y arreglaba. Y además suponía un símbolo para él mismo. Años antes había escapado de Pinochet y llegado a lo que fue un largo exilio en el país de Benito Juárez. Debía armar familia, crear nueva vida. Y así llegamos mi hermana y yo.
Es archiconocido el estereotipo de la devoción de una madre por su crío hombre y de un padre por una hija mujer. Aun así, mi papá no se dejó tentar y optó por ser padre antes que un devoto de sus hijas.
Mi papá desobedeció también las consignas naturales de su época, nacidas de Mayo del 68, que pugnaban por volver horizontales todas las relaciones personales, incluidas las paternas. Que a mi padre no se le haya antojado ser nuestro “amigui” nos permitió a mi hermana y a mí adaptarnos a la jerarquización de este mundo en el que alguien guía y otros siguen. Un mundo en el que los humanos –por mucho liberalismo que presumamos–, pedimos desesperados un gurú que diga por dónde ir, aunque sea con un carajazo. Un coach más que un aguatero porque gente que nos asistirá en el camino encontraremos mucha.
En su moral unívoca, mi papá hacía cosas en su momento incomprensibles. No logramos nunca pasar de los dos de Pitufos de juguete “pues ya era suficiente”, pese a las súplicas y al cuasi infalible argumento de que nuestros amigos se acercaban a la meta de completar la colección de esos duendes belgas. Y en vez de llevarnos a algún parque de diversiones de “aspiraciones yanquis”, nos acarreaba al Ajusco (un lugar montañoso en las afueras de la ciudad), a jugar bochas, ese juego anacrónico de bolas practicado ya por los romanos durante el imperio.
Para mi cumpleaños número siete pedí una bicicleta. Esto, pues pertenecía yo al colectivo de niñas marimachas aún no reconocido por el abecedario LGTBI… De ahí que rehuía todo cuanto tuviera que ver con muñecas y menajes de cocina en miniatura, como los que traía la nieta de una vecina desde Alemania cada verano, para fascinación de mis amigas, y que para mí suponía un autoexilio que duraba hasta que con alivio veía a la alemana partir hacia el aeropuerto.
Ese día de mi séptimo cumpleaños desperté temprano. Luego de recibir mi regalo pensé que lo mejor habría sido que, como a Dorothy Gale, un tornado me expulsara a otra tierra, aunque fuera Oz, para no enfrentar el vergonzoso instante de contar a mis compañeros lo que tenía en mis manos. Pero como la naturaleza no se había apiadado de mí, opté por lo que los jesuitas llamaron en la Edad Media la reservatio mentalis (una especie de engaño que no llega a ser una mentira). Así no infringía yo las normas católicas que me llegaban por la vía de mi abuela, esquivando el materialismo marxista de mi padre, que es también una conocida desviación católica. Les dije a mis compañeros que recibiría mi bicicleta más tarde. Total, ese “más tarde” abarcaba toda la eternidad. No mentía.
Me faltó valentía para decirles que mi papá había optado por obsequiarme más bien los 20 tomos de la “Historia de la conquista de México para niños”. Muchos años después, entendí ese regalo. Mi papá me había entregado, una vez más, una parte valiosa suya. Él había prescindido de montón de cosas materiales, pero sucumbía siempre a los libros (y al vino, que aprendió a tomar a los cuatro años de edad).
Mi padre me daba así una lección, que a mi corta edad interpreté como falta de amor. Él actuaba como un preceptor de futuros reyes (aunque mi hermana y yo estuviéramos lejos de ser María y Ana Bolena). Se sentía compelido a extender las pautas que su propio padre, cuya familia había huido de la persecución en Italia poco antes de la Primera Guerra Mundial y le había infundido con esa vehemencia única de los tanos.
Mi papá era estricto con nosotras. Nadie tocaba su colección de pipas y la entrada a su biblioteca entrañaba una irrupción digna de Umberto Eco. Pese a ello, su severidad era sólo moral. Aunque una vez, lo recuerdo con claridad, luego de suplicarnos a mi hermana y a mí –que rondábamos ya los 16 años–, que dejáramos de pelear porque interrumpíamos su conversación telefónica, colgó y, dentro de su pequeño departamento (digo “su”, en el lenguaje que los hijos de divorciados usamos) emprendió una furiosa corrida. Su par de nalgadas provocó nuestras carcajadas y un definitivo armisticio con mi hermana, con la que no volví a pelear nunca más.
A mi inexperto padre le tocó ayudarme a “resolver el problema” del primer derrame de sangre (perdón por el eufemismo) que me transportaba a la adolescencia, pues mi mamá estaba de viaje. ¿Y ahora qué coños hacemos?, preguntó. A mi padre le tocó amarrar mi vestido de novia, pues los demás familiares ya atendían a los invitados. ¿Cómo coños se hace un moño?, se interrogaba.
De él heredé mi aspecto y mi carácter algo explosivo y neurótico (mi esposo entrecomillaría ese “algo”, lo sé). De él aprendí el manual de malas palabras. De él saqué mi afición por las letras y la discusión política. Por él sé que la seguridad personal puede brotar de una afanada educación.
Recuerdo su mano en mi frente adivinando mi temperatura. Lo veo trasnochándose por una tarea mía de botánica para el colegio (sabe tanto de jardinería que cuando se separó de mi mamá, los bonsáis que quedaron huérfanos en la casa comenzaron a crecer). Y lo sigo aún dando vueltas por la ciudad, buscándome un libro. Disfruto, cada cierto tiempo, hablar largo con él.
Mi profesor de Derecho Sucesorio, con el ánimo de explicar por qué los padres no heredan si hay hijos, remarcaba un postulado: “El amor que baja es más fuerte que el amor que sube”.
Si el amor se mide por la capacidad de entrega, entonces mi profesor tenía razón.
Daniela Murialdo, abogada, es hija de Hugo.