Nerón Claudio César Augusto Germánico fue emperador romano durante 14 años. Fue también el último de los emperadores de la dinastía Julio-Claudia. Llegó al trono porque su tío Claudio lo nombró su sucesor. Su corta vida concluyó con un suicidio que fue popularmente festejado. Tenía en ese momento 30 años. Representó, al final de su gobierno, la excentricidad, el despotismo, la barbarie, la brutalidad y la depravación extrema. El desenfreno no tuvo contención hasta el grado de ordenar la ejecución de su propia madre, con quien tenía una relación incestuosa. Cansado de la “fealdad de los edificios antiguos y de la estrechez de las calles” ordenó incendiar Roma, “armando para ello a centenares de esclavos con antorchas y palos con estopa encendida”. La barbarie se extendió por una semana. La gente debió buscar refugio en los lugares más insólitos, algunos en sepulturas y otros en los monumentos. Mientras el bestial espectáculo ocurría, Nerón coreaba algunas notas con su voz ronca en la torre de Mecenas.
Esto que ocurría en el año 64 fue cambiado en los últimos días en la versión histórica que ha entregado en una declaración radial el general Juan José Zuñiga: “Ya en la antigüedad había un emperador Nerón, incendió a su pueblo, mató a su madre con tal de volver al poder”. No incendió a su pueblo y no fue un hecho para volver al poder. A estas palabras le siguieron una serie de dislates del general que se constituyeron en una bofetada a la institucionalidad democrática y a la CPE. Una afrenta absolutamente inaceptable, reprochable y despreciable de alguien que está al mando del ejército, tanto como aquella que realizó el general Orellana en el año 2020 cuando se hizo presente en la Asamblea Legislativa para amedrentar a la entonces presidenta de la Asamblea, la señora Eva Copa. Pero no fue todo, Zuñiga fue por más, movilizó la tropa del Ejército, se dio maneras de reunir a los comandantes de la armada boliviana y fuerza aérea y los comprometió en el absurdo. Llegó hasta la plaza Murillo, cometieron lo que no debían y hoy están presos.
La impertinencia de este militar obliga a desentrañar si el despropósito accionado tiene relación directa con la crisis institucional del país; con la cuestión económica y la carencia de la divisa norteamericana; con el reeleccionismo obsesivo o la ingobernabilidad legislativa y a momentos territorial también. Exige conocer si es un hecho de crisis aislado por una insuficiente institucionalidad o, aún distinto a ello, es una reacción fascistoide de un grupo de militares extraviados que se situaron en las lógicas de golpe de los años 80.
Como en el año 2019, cuando el país se fragmentó entre quienes conjeturaron que lo ocurrido clasificaba como golpe o fraude, hoy la confrontación de narrativas discursivas ya está en completo despliegue, unos hablan de golpe y los demás de autogolpe. Los argumentos son profusos, algunos invocando el sentido común más elemental, otros en la necesidad de construir algo que respalde su necesario convencimiento y, por supuesto, también aquellos más esforzados en el plano de la objetividad categorial. Este es uno de los bordes del debate sobre lo acontecido el 26 de junio, los demás bordes del momento político/estatal/social pasan por varios hechos que determinan la coyuntura y hacen que vaya resonando, en la suma de todos ellos, esa palabra que fue popularizada por el historiador Adam Tooze: policrisis, un término que expresa la unión de múltiples crisis.
La policrisis se forma en torno al daño estructural que tiene la política boliviana a efecto del reeleccionismo presidencial; la dañina prórroga ya indefinida de jueces que va en los hechos constituyendo lo que se denomina como el gobierno de los jueces; el brete económico, que asociado a la iliquidez de la divisa norteamericana ya admite que el nuestro es un sistema que antes de estar bolivianizado está bimonetarizado; y finalmente, la depreciada calidad de nuestras instituciones, donde las FFAA, después de los hechos de 2019, requieren ser repensadas y modificadas en su esencia más profunda.
El reeleccionismo esquizofrénico, centro neurálgico de la policrisis actual, ha degradado toda acción política, infamando al Gobierno hasta convertirlo en inaceptado por la sociedad. Aplica las formas políticas de intolerancia de los unos contra los otros, no repara en herir dignidades, el honor personal o ultrajar con falsedades y realidades ficcionales a cada persona que manifieste alguna aspiración política.
Las instituciones rezagadas y decadentes del país sitúan a las Fuerzas Armadas en un estado de ruindad e indecencia mayor o igual que la justicia. Zuñiga encarnó el desiderátum del dictador, hizo lo que sus talentos acreditaban, un movimiento propio del 48 de la clase, nada mejor que eso. Ya sea obedeciendo o intentando capitanear, ese era su límite mayor. La conexión de lo hecho por el general inefable con la policrisis expone con mayor fuerza el momento de cierre de ciclo que abruma al proyecto social popular. Exhibe con crudeza que las narrativas interesan más que las miradas de sociedad, Estado y gestión gubernamental y ratifica que los liderazgos políticos tienen solo atisbos superficiales que desprecian la complejidad del proceso boliviano. Entonces, así, lo mísero le toma terreno a lo que podrían ser proyectos transformadores.
La policrisis, en su etapa final, arriesga con ser el ingreso a una debacle absoluta del sistema político con probabilidad de ruptura entre el factor social y el factor político que lo componen. Este factor político, en su expresión social popular y en su versión conservadora, pierde aceleradamente la capacidad de reproducción del poder político y se enfrenta, en consecuencia, a ser sustituido por lógicas de poder opuestas e inesperadas.
Zuñiga, sin advertirlo siquiera, ha dado evidencia y color a todo esto.
Jorge Richter Ramírez es politólogo.