Los pronunciamientos de los organismos internacionales e incluso de
algunas potencias mundiales a propósito de la vigencia de los derechos humanos,
del debido proceso y de otras “especies en vías de extinción” ya no hacen mella
en el gobierno.
Los pronunciamientos de la Unión Europea, de algunos funcionarios de alto rango del Departamento de Estado de Estados Unidos y otros más duran lo que una noticia y al día siguiente ya son temas prematuramente envejecidos e ignorados. A lo sumo, se los trata con el desdén de quien tiene a la mano siempre un ataque de soberanía y del pomposo rechazo a la injerencia extranjera.
Por si eso fuera poco, se dice que, en la OEA, la CIDH, la ONU, entre otros foros que antes por lo menos hacían algún ruido, los espacios donde se habla de democracia y de los derechos de la gente, están copados por la burocracia internacional del Grupo de Puebla. Es decir que la diplomacia del socialismo del siglo 21 ha sido mucho más eficiente. Y es obvio, porque ahora que casi toda Sudamérica y México están representados bajo esa nueva lógica, han sabido cómo llegar a las oficinas clave y operar desde ahí.
Si a todo lo anterior se añade que cualquier queja o denuncia tiene el sello de ingreso a una oficina de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, por ejemplo, pero el de salida demora por lo menos un quinquenio, se encontrará uno con que este tipo de solicitudes suelen caer en el saco del olvido o tienen un veredicto cuando ya los denunciados han pasado al retiro.
Con la excepción de Ecuador, América Latina es prácticamente un bloque que ofrece resistencia diplomática e influye en las decisiones de los organismos internacionales. Además, ya no es fácil que, como ocurría hasta hace algún tiempo, las “descertificaciones” estadounidenses que tanto angustiaban a los gobiernos del “neoliberalismo” cuando incumplían con las metas de la lucha antidrogas, tengan algún resultado más allá de un titular efímero en los diarios.
El mundo ha cambiado. Si las cosas se ven desde la soberanía de los pueblos, posiblemente el cambio haya sido positivo, porque ya ningún embajador golpea con el puño el escritorio de un presidente para exigir que se erradique más coca a cambio de unos centavos de ayuda, o se extradite a este o aquel delincuente. Pero puede que lo malo sea que los pueblos se han quedado solos y expuestos a que tiranos “democratizados” o tiranos a secas hagan de las suyas a nombre de esa soberanía que dicen defender.
En general, las potencian están acomplejadas u ocupadas en otros asuntos como para voltear la cara a ese lado inquieto del mundo donde se cocinan recetas autoritarias. Es más, en algunos casos, hay países que observan con entusiasmo el devenir político de una América Latina que, una vez más, divide sus simpatías entre los “imperios” “buenos” y los “malos”, y a la que no le molesta ser “patio trasero” de otros, pero “jamás de los gringos”.
Y en materia de negocios, la plata no tiene muchos problemas con las ideologías. Las inversiones continúan llegando a países que han girado hacia la izquierda, pero que todavía ofrecen un entorno legal lo suficientemente seguro como para que las ganancias sean buenas.
En el caso de Bolivia, el problema no es necesariamente la orientación del gobierno, sino la decadencia absoluta de la justicia y una constitución que condiciona la inversión al visto bueno de comunidades radicalizadas y manipulables, y no al interés del país.
Total, que hay un estado de indefensión de las democracias. En algunos países de la órbita del Grupo de Puebla se guardan más las formas que en otros. Hay diferencias entre Bolivia, Venezuela y Nicaragua - donde el imperio de la Ley es un exotismo - con Brasil, Chile o Colombia, que han sofisticado un poco su forma de apretar el puño y que se mueven en el mundo con más intereses que prejuicios.
No es que las democracias estén a la deriva, pero casi. Si nada pueden hacer los grandes por los problemas de los más chicos, si las mujeres de Irán van a continuar siendo condenadas por descubrirse el cabello y las afganas por querer ir a la escuela, entonces es muy poco lo que se puede esperar del mundo a propósito de nuestros problemas.
A esperar el fin del ciclo, dicen algunos con un optimismo desganado, mientras que otros ya comienzan a dirigir la mirada hacia otra parte.
Hernán Terrazas es periodista y analista