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04/08/2024
La curva recta

De dioses, apóstoles y drags

Agustín Echalar
Agustín Echalar

Hay dos eventos que tienen la categoría de genuinamente “mundiales”: el campeonato mundial de fútbol y las Olimpiadas. Ajeno como soy al mundo del fútbol, sé que una vez cada cuatro años tengo una cita con la sensación de ser un extraterrestre en mi propio planeta. La otra cita, que tampoco me conmueve hasta la médula, son los JJOO, que tienen un aura muy especial. Son un saludo a la cultura occidental ancestral. Occidente se siente, y lo es en gran medida, heredero del mundo griego, precisamente porque el cristianismo es un producto cultural helenístico, un interesante ensamblaje de las culturas del Cercano Oriente y el legado del Egeo.

En la inauguración de los Juegos Olímpicos de este año, París se ha vestido de fiesta, mostrando un despliegue de ingenio, arte y refinamiento que, como uno podría decir desde un mundo “heteronormado”, solo puede darse en la Ciudad Luz. Claro, tuvo también sus sombras. La escenificación de María Antonieta decapitada es una apología a la violencia contra la mujer. La pobre mujer fue vilmente desprestigiada, acusada injustamente de haber cometido incesto con su propio hijo de nueve años y condenada por un crimen que no cometió. Fue víctima del machismo de la Revolución. El mal gusto de esa escena es, sin lugar a dudas, la peor mancha del festejo.

Sin embargo, lo que más llamó la atención fue la escenificación de uno de los momentos clave de la historia de Jesús, o del mito cristiano, la famosa Última Cena de Leonardo Da Vinci, en un tono drag. Esta instalación, o como se quiera llamar, es absolutamente válida como entretenimiento o expresión artística, pero difícilmente se puede aceptar en un evento dirigido a una de las audiencias más grandes del mundo, donde ciertamente hay un grupo importante de personas que siente sus símbolos identitarios de fe ridiculizados.

No crea usted, estimado lector, que estoy abogando por la censura. En absoluto. Pero en una fiesta para todos, y pagada por todos, no se debe promocionar algo que lastime los sentimientos, no de los pechoños, sino de personas que tal vez necesitan de sus creencias para sobrevivir.

Aparte del cuestionable valor artístico y estético de la escenificación, lo interesante de lo sucedido en París es que no solo se ha puesto en evidencia el ateísmo que ha cobrado carta de ciudadanía en Europa, sino la sofisticación del mundo cristiano en cuanto a tolerancia ante cualquier ataque. Esto estaba sin duda en el chip judeocristiano desde el principio; no olvidemos que Jesús recomienda dar la otra mejilla cuando se recibe un golpe. El Dios cristiano es azotado, escupido, ridiculizado con una corona de espinas y crucificado.

Hay mucha gente que se ha sentido ofendida y se ha persignado ante la blasfemia. Si la parodia hubiera implicado a Mahoma, si se hubiera presentado un importante evento de la vida del profeta musulmán con características similares, es posible que el resultado no hubiera sido tan pacífico. Algunos pueden decir que los creadores de la Última Cena drag no se atrevieron a ser verdaderamente iconoclastas, que es una cobardía burlarse en zona segura, y hay algo de verdad en eso. Pero aclaremos que, aunque les pese a todos los colectivos tan ensañados con la Iglesia Católica y la herencia occidental, lo que se ha mostrado con esto, aunque de carambola, es la gran sofisticación de Occidente. No es una casualidad que los derechos civiles y los derechos de las personas homosexuales hayan surgido en esa parte del mundo. Europa marca el tono respecto al respeto hacia el otro, aguantando la mofa de sus símbolos más sagrados. No se puede decir lo mismo del mundo islámico.

Desde el punto de vista meramente estético, la propuesta de la escenificación de la Última Cena puede leerse como una respuesta a los cánones estéticos tradicionales, pero en realidad termina siendo una representación chabacana. Hace más de cuarenta años, Umberto Eco escribió un delicioso texto titulado Viajes a la hiperrealidad, en el que se burlaba del mal gusto norteamericano, su afición por los museos de cera, e incluso mencionaba una representación de la Última Cena que se promocionaba como superior a la pintura porque era tridimensional. En resumen, se burlaba del mal gusto gringo reflejado no en los espacios sofisticados de Manhattan o Massachusetts, sino en Las Vegas. Y, en realidad, lo que se vio en la ahora famosa escenificación fue, de alguna manera, el triunfo de Las Vegas sobre París. ¡Ay, ay, ay!

Tras el revuelo generado por la escena, los organizadores se disculparon y ofrecieron una coartada: no se trataba de la Última Cena, sino de la representación de un desconocido cuadro barroco. Como diría Abaroa, que les crea su abuela c. Además, el cuadro al que se refieren es la escena del inicio de la más terrible discordia mítica, algo completamente contra corriente del espíritu olímpico de la tregua.

Lo rescatable de ese cuestionable hecho artístico es el mensaje de libertad sexual que emana: la gente puede vivir su vida (sexual) como mejor le parezca, algo con lo que solo se puede estar de acuerdo. Eso sí, considerando el acervo artístico de Francia, estoy seguro de que se podría haber hecho algo más sutil, más bello y por lo tanto más contundente. En la lucha por la libertad sexual, las estridencias casi siempre son contraproducentes. No creo que esa estampa ayude a la gente a consolidar su derecho a disfrutar de su sexualidad a su manera.




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