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Columna de columnas | 04/12/2023

Columnistas

César Rojas Ríos
César Rojas Ríos

El columnista es el canalla del presente, porque desdobla sus pliegues apenas entrevistos; no como un canalla cualquiera, sino como un lingüista de capa y espada: a estocadas de verbos y adverbios. No deja en paz a la moza de la realidad, con su culito de abeja reina y sus teticas de ciruela fresca. La zarandea constantemente: la posee por un día o una semana, hasta convertirla en materia asimilable, transfigurando su oficio en el diminuto paraguas que detiene la tormenta de espectros y oscuridades que ciegan nuestros ojos.

Escribir es una forma de ser, alcanzar la dignidad de ser parte, pero estar también aparte de los “monos gramáticos”, y la columna, como un faro verbal, es además un estar inquieto en la realidad. Y arder con los lectores en la misma llama de la ignorancia subversiva, que consiste en convertirnos en emigrantes inconformes que sobrepasamos los límites de lo que desconocemos por lo que empezamos a conocer en una pulseta fatigosa y perpetua contra la noche que desperdigan siempre los seres oscuros.

De aquí proviene la insolencia del columnista, de no cejar ante la realidad del presente –misteriosa, evasiva, compleja– así caiga derrotado. Pero hacerlo siempre con la gracia del estilo, con la alegre belleza del decir único y personal. He aquí su espíritu fáustico: empeñar el alma para tener una pluma afilada que pueda, con gracia y señorío, de un solo tajo, ¡mostrar la carne y el hueso de la realidad! Esta es la venganza del columnista, este es el tesoro que extraemos de los infiernos de la palabra, después de haber conversado con Lucifer y salir olor a azufre, o sea, la rebeldía contumaz a guarecerse a los pies del dios del lenguaje, como si estuviera hecho para adorarlo y canonizarlo. Más bien, robarle su ajuar y sus encajes para vestir como reinas a las ideas.

Sólo una disculpa tiene una columna errada o el trastabillar de un columnista cuando la verdad se le escabulle, y es que por lo menos nos entregue el placer de la lectura, el suspiro del ojo, el titilar del iris. Si bien no puede haber verdad en el texto, por lo menos la gracia de su estilo puede redimir al columnista. Quien no tiene perdón es aquel que no tiene ni verdad ni estilo; pero se merece mucho menos, ni siquiera el filo dulce de la guillotina ni la dignidad austera del paredón, el que tiene verdad sin estilo, porque así la degrada. La muestra fría y desnuda como la rebanada de un carnicero. Así toda verdad grita y sangra.

Una, 10, 100 columnas, son un frasco de instantes cuajados en las páginas de los periódicos cuando el columnista se ha ido. Leer una vieja columna es como mirar hacia un viejo campo de batalla –verbos guerreros aún humeantes en la colina de una indignación– o al lecho de una amada –la rosa aún rozagante a los pies de un sustantivo–.

Las columnas de opinión, más que testimonios del tiempo son una forma de tener y gozar aquella sustancia ruinosa de la que estamos hechos, para más allá de depositar nuestro pellejo viejo en el cementerio de la vida, subvertir la constante tempestad de sombras que nos amenazan con imágenes sublimes, con palabras que semana tras semana pretenden –en su fervorosa ingenuidad– labrar un horizonte. Más allá está la Nada; pero aquí, en la escritura, Todo se inscribe y escribe: un embarazo de sentido que se prende y se apaga, que muere y resucita. Y en su parpadeo fugaz deja entrever atisbos de vida, de historia y biografía.



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