A pesar de ser enemigos en muchos sentidos,
una alianza perdura entre cocaleros y soyeros, desde el momento en que
confabularon para repartirse las tierras y los bosques que, de otro modo,
deberían haberse afianzado como áreas protegidas, parques nacionales o
patrimonio natural de todos los bolivianos.
El acercamiento germinó en las mesas de negociación de la Asamblea Constituyente del 2008 y, después de la marcha indígena por el TIPNIS del 2011, comenzó a rendir frutos para ambas partes. En los siguientes 10 años (2012-2022), los medianos y grandes propietarios cruceños recibieron en propiedad 5,5 millones de hectáreas de parte del gobierno del MAS. Por esta razón, más del 70% de las tierras actualmente en manos de los grupos de poder agropecuario llevan la firma de puño y letra de Evo Morales.
Por su parte, los cocaleros del Chapare se convirtieron en los principales beneficiarios de la distribución de las tierras fiscales en Santa Cruz. En zonas de expansión cocalera como el área desafectada de la reserva forestal El Choré o el parque nacional Amboró, las autoridades agrarias consolidaron derechos de propiedad individual sobre varios predios de 50 hectáreas, pero con apariencia de propiedades comunitarias a fin de burlar la prohibición de dotación de tierras fiscales a título individual.
En 2018, Morales actuó de forma más arbitraria. Ordenó por decreto la distribución expedita de tierras entre comunidades campesinas e interculturales de reciente creación. Amoldó los mecanismos y procedimientos agrarios para beneficiar a grupos de personas que no reunían los requisitos de ley o que estaban acusados por tráfico de tierras y asentamientos ilegales. Al día de hoy, los logros cocaleros son más que satisfactorios. Más de 1,2 millones de hectáreas fueron distribuidas en el departamento cruceño mediante autorizaciones de asentamientos para comunidades nuevas.
Con la mediación política del gobierno nacional, esta extraña alianza entre cocaleros y soyeros se mantiene firme porque convergen sus intereses económicos. Ambos controlan dos de las economías más rentables que tiene Bolivia: los cultivos de hoja de coca y la agricultura mecanizada de monocultivos. Tienen en común las jugosas ganancias que generan. Por una parte, las altas tasas de retorno de los cocaleros están apalancadas por los nexos que tiene con el narcotráfico, mientras que la rentabilidad de los soyeros se agranda con los privilegios tributarios y el diésel barato y subvencionado.
Según los informes de monitoreo de cultivos de coca, esta actividad genera para el productor primario cerca de 400 millones de dólares anuales, pero una vez transformada en pasta base o cocaína, mueve entre 1.500 y 2.000 millones de dólares, esto último de acuerdo a un reporte de la unidad de investigaciones financieras del 2000. Por otra, se sabe que la soya de exportación genera más de 2.000 millones de dólares anuales. Estas cifras, simplemente, son extraordinarias en el contexto de una realidad nacional donde escasean las oportunidades económicas para la gran mayoría de los bolivianos.
La bonanza soyera explica por qué los préstamos del Banco de Desarrollo Productivo (BDP) fueron capturados por el agro cruceño. Aunque el BDP se creó en 2007 con el mandato explícito de inyectar capital barato para la diversificación de la economía y sustitución de las importaciones, el 72% de la cartera de créditos acabó concentrado en la agricultura de monocultivos que no paró de crecer a pesar de los altos costos ambientales. Las limitadas oportunidades de inversión en el resto de la economía explican también la composición de la cartera de inversiones del fondo de pensiones: el 85% del dinero de los aportantes está en forma de depósitos bancarios a plazo fijo y bonos del Tesoro General de la Nación (TGN).
A diferencia de la soya, la economía de la coca no está abierta a inversiones y operaciones financieras convencionales. Para empezar, los cultivos de coca excedentaria están prohibidos. Aunque las metas de erradicación no se cumplen, en alguna medida, los operativos obstaculizan y restringen la ampliación indiscriminada de los cocales. Además, los cocaleros del Chapare están organizados en sindicatos cerrados y poco margen de admisión de nuevos miembros. Sin embargo, las oportunidades de lucro siguen cautivando a mucha gente a lo largo de los eslabones de la cadena de transformación, transporte, distribución y lavado de dinero del narcotráfico. Hace poco, en un sondeo que María Galindo hizo entre unos colegiales sobre sus aspiraciones a futuro, una adolescente respondió sin dudar: “quiero ser narco”.
La coca y la soya son lucrativas, pero solo uno ofrece oportunidades de reinversión y crecimiento sin límites. Por esta razón, los cocaleros asentados en tierras fiscales no están cultivando coca ni planean hacerlo en el futuro, sino soya y cultivos de rotación. Por supuesto que existen asentamientos dedicados a plantaciones de coca, extracción de madera o ganadería, pero son marginales con respecto a los elementos definitorios. En otras palabras, después de la distribución opaca de la tierra, muchos cocaleros del Trópico de Cochabamba comenzaron a cambiar de rubro económico. Incluso los cocaleros de los yungas del norte paceño ingresaron al agronegocio en el norte de La Paz, Beni y partes de Santa Cruz. En San Buenaventura, la caña de azúcar está siendo desplazada por cultivos de soya. El rebalse de cocaleros capitalizados, al igual que el lavado del dinero, pasó a formar parte de las fuerzas impulsoras de la ampliación descontrolada de la frontera agrícola.
Las tensas relaciones de los últimos años no son a razón de cocaleros transitando al negocio de la soya, sino a causa de la exacerbación del acaparamiento de tierras. Las acusaciones mutuas se multiplicaron en torno al tráfico de tierras, asentamientos ilegales, ocupaciones violentas y enfrentamientos armados. Los cocaleros, con apariencia de comunidades interculturales, tomaron a la fuerza varios predios que estaban en posesión de ganaderos y soyeros cruceños. A su vez, estos últimos reaccionaron acusándolos de avasalladores y hasta de ser los principales autores de los desmontes e incendios forestales. Estas pugnas refuerzan en el imaginario colectivo la idea de que son enemigos irreconciliables.
En las condiciones actuales, esta extraña alianza tiene futuro. El negocio de los monocultivos ofrece réditos que están por encima de todas las peleas por la tierra y, lo más importante, el mercado de la soya se mantiene pujante. A diferencia de otros rubros económicos colapsados, la demanda de oleaginosas prácticamente no tiene techo, tanto en el mercado interno como el externo. Por ejemplo, el proyecto de producir biodiesel que implementa el gobierno de Luis Arce, necesitará al menos 400 mil hectáreas adicionales de cultivos de soya. En este escenario, los cocaleros que tienen acceso a tierras fiscales y poseen capital de inversión son una pieza clave para dinamizar el mercado de tierras y escalar la agricultura de monocultivos al siguiente nivel.
Sin embargo, además de los costos ambientales, cuyo abordaje requiere otro espacio, la alianza entre cocaleros y soyeros conlleva externalidades económicas negativas para Bolivia. Por un lado, acentúa el modelo económico vigente de tipo primario-exportador, es decir, el modelo que atrofia la diversificación de la matriz productiva y canibaliza los rubros económicos de valor agregado. Por otro, el narcotráfico que amplifica las ganancias cocaleras sigue carcomiendo los pilares de las economías alternativas, además de corromper a la sociedad, causando violencia, corrupción, inseguridad pública, caos callejero, deterioro de la convivencia, entre otros. La subvención al diésel es otra cruz económica que recae sobre los fondos públicos y ahonda el endeudamiento público a mediano y largo plazo.
Hace unos días, en su columna de opinión, H.C.F. Mansilla escribió acerca de la consigna “Ni coca ni soya, el bosque no se toca”. Concluyó que este estribillo coreado por ciertos grupos de jóvenes activistas “representa uno de los pocos testimonios de racionalidad sociopolítica que se ha escuchado en los últimos tiempos”. No podríamos estar más de acuerdo.