Durante la bonanza del gas (2006-2015), el FMI elogió con entusiasmo el desempeño económico de Bolivia. Aplaudió el crecimiento en torno al 5% anual, la reducción sostenida de la pobreza, la desdolarización y la acumulación de reservas internacionales. Incluso llegó al punto de destacar el modelo implementado por el Movimiento Al Socialismo (MAS) como un referente de manejo macroeconómico exitoso.
Sin embargo, en los años recientes, el discurso del FMI dio un giro radical. En su último informe, califica la situación del país como crítica y signada por “desequilibrios macroeconómicos crónicos”, “déficits fiscales elevados” y “reservas internacionales casi agotadas”. El tono pasó de halagos a reproches.
En parte, este viraje responde a la nueva realidad, pero también abre interrogantes sobre la consistencia de los informes. ¿Acaso el FMI no vio venir el colapso del modelo económico? ¿Por qué subestimó las debilidades estructurales de la economía boliviana? Se supone que el papel de este organismo internacional es anticipar tormentas y no sólo describir naufragios.
Para encaminar las respuestas, resulta útil recordar que el FMI tiene dos facetas: una ideológica y otra técnica. Ha sido un estandarte global de las reformas promercado. Donde ve déficit fiscal, propone achicar el Estado. Donde hay subsidios, recomienda eliminarlos. Por eso, en varios países, sus recetas de liberalizar la economía o privatizar los recursos naturales cayeron en saco roto. En particular, sus roces con los gobiernos de izquierda generaron fricciones políticas que acabaron bloqueando los intentos de diálogo y aplicación de las recomendaciones.
Entonces, una primera explicación del informe cambiante puede que tenga relación con este tipo de desencuentros. Los informes favorables pudieran haber tenido un propósito político o diplomático: suavizar las relaciones entre el FMI y el gobierno del MAS. Y en cierta medida, parece haber funcionado. El propio Evo Morales echó mano a los reportes en más de una ocasión para defender y realzar sus logros económicos. Y a pesar que los recelos mutuos no se disiparon por completo, el Fondo logró reanudar las visitas de consulta del Artículo IV y las evaluaciones periódicas.
Es decir, la dimensión técnica del FMI pudo haber quedado subordinada a su agenda política e ideológica, a cambio de mantener canales mínimos de contacto y diálogo. De otra manera, no se entiende que este organismo no haya alertado oportunamente sobre la insostenibilidad del modelo económico. Tenía y tiene recursos, medios y acceso privilegiado a datos e información que no está al alcance del boliviano de a pie. Pudo haber cumplido el papel de un contrapeso decisivo para frenar los excesos del experimento intervencionista.
Como una segunda explicación, cabe la posibilidad de que la faceta técnica tenga limitaciones o debilidades para anticipar las crisis y avizorar con claridad las rutas de salida. Si bien los diagnósticos son exhaustivos por lo general, eso no garantiza la formulación de recomendaciones certeras y, sobre todo, factibles. Por ejemplo, para 2016, Bolivia ya arrastraba más de una década de congelamiento de los precios de combustibles, pero el FMI apenas aludió el problema, sin cuestionarlo de forma abierta. Para ese mismo año, el tipo de cambio fijo ya llevaba cinco años de vigencia y aún era visto como un ancla de estabilidad económica y una medida acertada de protección social.
Lo dicho evidencia que, incluso con acceso a información privilegiada, el FMI puede haber subestimado los riesgos del modelo o haberse demorado demasiado en reconocer la gravedad de la crisis que se estaba incubando. Los informes cambiantes alimentan dudas razonables no sólo sobre la competencia técnica del FMI sino también de otros organismos internacionales, cuando se trata de anticipar las crisis y las medidas correctivas.
Esto no quiere decir, sin embargo, que varias de las medidas recomendadas sean innecesarias o desatinadas. Al contrario, reducir o eliminar la subvención a los combustibles es una urgencia amarga, desde cualquier mirada medianamente rigurosa. Descongelar el tipo de cambio o devaluar el boliviano hasta cierto punto es un mal menor en comparación con las secuelas que dejaría a su paso un proceso inflacionario desenfrenado. Parar la impresión de billetes para financiar el gasto público es crucial si no queremos estropear más el poder adquisitivo de los ingresos.
Lo problemático con los informes del FMI es que siguen direccionados hacia reformas promercado, sin tener en cuenta que ello no basta. Eliminar la subvención a los combustibles no sería factible del todo por el simple hecho de que la musculatura productiva del sector privado no es capaz de absorber una carga económica igual o mayor a las exportaciones no tradicionales. Existen experiencias concretas que desafían la idea de que una liberalización rápida y total no es suficiente para el crecimiento económico. China y otros países asiáticos optaron por combinar transiciones graduales hacia el mercado con intervenciones estatales estratégicas para así sentar las bases necesarias para el despegue. Estos casos nos obligan a barajar, por ejemplo, cuánto de subvención eliminar para hacer ajustes macroeconómicos y cuánto preservar para incubar procesos productivos.
Para cerrar, valga la ocasión para hacer una recomendación a los candidatos. Por un lado, los afines a la ortodoxia económica, en lugar de abrazar el informe del FMI como su nueva biblia, deberían examinarlo con pinzas de cirujano y sentido crítico. Por otro, el bloque del MAS y populistas afines deberían hacer lo mismo, dejando a un lado sus prejuicios por un rato, para así caer en cuenta que, de seguir ignorando la urgencia de las medidas correctivas, no solo profundizarán la crisis económica o alargarán la agonía, sino que multiplicarán la pobreza entre las mayorías que dicen representar y proteger hasta las últimas consecuencias.