En la truculenta historia de Bolivia, el asesinato político ha sido una constante. Desde el motín del 18 de abril de 1828, cuando se intentó asesinar a Sucre, y el horrendo crimen del 1 de enero de 1829, en el que se victimó a Pedro Blanco, la lista de crímenes es larga.
En 1956, Moisés Alcázar hizo un recuento que comenzaba con Blanco, seguía con Eusebio Guilarte, Jorge Córdoba, Manuel Isidoro Belzu y Mariano Melgarejo. Continuaba con Agustín Morales, Hilarión Daza, José Manuel Pando, Germán Busch y Gualberto Villarroel para terminar con el único que no fue presidente de la lista, Oscar Únzaga de la Vega. A esos nombres se puede sumar los de René Barrientos, Juan José Torres, Marcelo Quiroga y Luis Espinal.
No todos fueron asesinatos comprobados. Sobre las muertes de Busch y Barrientos siguen flotando las sombras de la duda mientras que Quiroga era un político que había denunciado muchas cosas y Espinal era quien ponía en evidencia los afanes golpistas. El común denominador es que todos eran enemigos políticos de alguien, y muertos dejaban de serlo.
Pero en estos tiempos pluriculturales, el asesinato ya no es directo ni la consecuencia de un balazo a quemarropa. No es necesario ocultarse entre las sombras para fabricar un suicidio o “arreglar” el motor de un helicóptero, o de un avión.
Hoy en día, las armas son las leyes y los ejecutores de los crímenes son los jueces y fiscales. ¿Especulación? No. Si incumplir la ley es un delito, y Manuel Ossorio llama “crimen” a los delitos graves, ¿qué podemos decir de una justicia que mantiene a personas por meses, incluso años en la cárcel, sin que siquiera haya sido sometida a juicio? ¿Qué tal si, durante ese tiempo algunas de esas personas mueren sin que ni siquiera se haya dictado una acusación formal en su contra? ¿No estamos hablando de una ilegal privación de libertad?
Veamos, como ejemplo, el caso de José María Bakovic que, siendo presidente del Servicio Nacional de Caminos, se enteró que la constructora brasileña OAS, que financió las campañas del ex presidente de su país Lula da Silva, había extendido su influencia a Bolivia. Su error fue denunciar que, además, una parte de esos recursos fueron destinados a la campaña de Evo Morales. Eso fue suficiente. En 2006, el Ministerio de la Presidencia puso una denuncia en su contra y luego vino otra, y otra y otra, hasta sumar 72 procesos. Su salud se quebrantó y, finalmente, murió en 2013.
Pero el caso del exgerente del Fondioc, Marco Antonio Aramayo, lo supera todo: él fue quien denunció la corrupción en ese fondo indígena, pero Evo Morales se decantó por proteger a la presidenta del directorio, Nemesia Achacollo, y a aquel le bajó el pulgar. “Le metieron nomás” más de 250 procesos, la suma de denuncias prolongó sus detenciones “preventivas” y, finalmente, murió. Su entorno habla de envenenamiento.
Tal vez estas dos muertes no fueron el resultado de una acción directa, pero todo el país vio que el afán de venganza del MAS, que aplasta acciones opositoras mediante el escarmiento, les condujo a la muerte.
Se trata, entonces, de asesinatos indirectos porque el resultado es el mismo: desaparece un denunciante de corrupción, un estorbo, y queda claro el mensaje para quienes quieran imitarles: denunciar te puede costar la vida.
Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.