El expresidente Evo Morales y el actual,
Luis Arce, se fueron a las manos. El primero ha ordenado acciones de fuerza a
sus seguidores, sobre todo cocaleros, tanto en las carreteras como en la propia
sede del TCP en Sucre, escenario de enfrentamientos en las últimas horas, y el
segundo puso a sus ministros en apronte.
Aunque el desenlace político parece todavía lejano, todo hace suponer que se trata de una pelea en la que ninguno se libra de las consecuencias de los golpes.
Las medidas de presión confirman que se han agotado todas las formas de salida política al conflicto que enfrenta a las facciones “arcista” y “evista” dentro del MAS y que, de ahora en adelante, la pugna, que se había dado básicamente a través de un intercambio de “disparos” verbales en redes y medios, alcanzará nuevos escenarios con estrategias más violentas y de eficacia dudosa.
Morales vuelve a ser el opositor de hace más de dos décadas, pero esta vez contra su propio partido y por un tema de estricta ambición personal. Del otro lado, los mismos que hace un par de años defendían el derecho humano del exmandatario a ser reelegido y que antes habían cerrado filas contra el voto de la mayoría de los bolivianos en el referéndum del 21F, utilizan los mismos argumentos esgrimidos por la oposición de ayer para asegurar que su nuevo jefe sea el candidato único.
El “evismo” llevó la batalla a los caminos, el escenario de origen de su nacimiento como organización política y al Tribunal Constitucional, un símbolo del manoseo gubernamental desde hace 17 años, de la burla de la legalidad y de la decadencia institucional en el país. La guerra en el MAS, como antes las acciones en contra de líderes opositores, dejan al descubierto nuevamente que los caprichos se imponen a las normas y que ya no queda nada en pie que se parezca al estado de derecho.
La farsa contamina los discursos de ambos bandos. Mientras unos acusan a los otros de traición y de derechización, los “arcistas” se defienden y aseguran que sus adversarios convulsionan el país por defender intereses personales. Representan, ambos, los papeles de obras ya remotas y todo con el fin de copar una escena política nacional, en el que el resto, incluida la “verdadera” oposición, permanezca como espectador.
Morales apuesta por una imposible reiteración de la historia en la que fue él quien desempeñó el papel de líder de los débiles e inventa un nuevo enemigo, su propio heredero, al que pretende convertir en el Judas de lo que parece ser una de las últimas cenas de “apóstoles” que vacilan en la orientación de sus lealtades.
Es una disputa que se reduce a saber quién ocupará el lugar del elegido, en la que ninguno de protagonistas gana. Morales, porque no recuperará el espacio que ocupaba en el pasado; y Arce, porque no podrá convencer a quienes apoyan a su exaliado de que él es la única alternativa.
De hecho, algunas encuestas difundidas recientemente por la empresa Diagnosis, muestran –inesperadamente, por cierto– que la mayoría de la gente (45%) estaría en desacuerdo con impedir la candidatura de Morales, mientras que solo el 31% respaldaría esa decisión (una diferencia significativa respectos a los resultados del referéndum de febrero de 2016).
Y todo lo anterior con el telón de fondo de una situación económica que mantiene al país en el límite y que hunde a la mayoría de los bolivianos en el pesimismo y la incertidumbre.
Hernán Terrazas es periodista.