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Quien calla, otorga | 21/06/2025

Alimentación y extractivismo

Alfonso Gumucio Dagron
Alfonso Gumucio Dagron

Mi padre solía decirme que un país que no se alimenta a sí mismo no puede ser soberano. No era un comentario de cualquier ciudadano interesado en el tema, sino de alguien que tuvo bajo su responsabilidad el desarrollo de Bolivia durante más de una década y fue el autor de proyectos de integración nacional fundamentales, ya que permitieron que se abrieran las compuertas de la Bolivia altiplánica hacia el oriente, con los resultados de crecimiento que conocemos medio siglo más tarde.

La seguridad alimentaria era una de sus preocupaciones principales y mientras otros seguían insistiendo en políticas económicas extractivistas que dañan al medio ambiente irreversiblemente y crean mayor dependencia de la explotación de recursos no renovables, él pensaba en un país que produjera leche sana y buena para la población, que dejara de importar carne o azúcar, y que integrara geográfica y económicamente los inmensos territorios de los llanos y de la cuenca amazónica, por entonces despoblados. De ahí sus obras emblemáticas como la PIL de Cochabamba, la importación y adaptación de ganado Nelore en el Beni, el ingenio de Guabirá, y las carreteras 1 y 4 a Santa Cruz a través del Chapare, algunas antes soñadas o plasmadas sobre papel, pero nunca realizadas por falta de voluntad política. Es que otra cosa es con guitarra.

Ahora que se vienen las elecciones generales, quisiera encontrar en las propuestas electorales algunas ideas innovadoras y planes de gobierno que tomen en cuenta la seguridad alimentaria, pero las que escucho son magras, les falta sustancia. La ausencia de programas concretos sobre esta temática es aún más sorprendente en estos tiempos en que Bolivia cuenta con un capital humano e institucional que no existía en la década de 1950. Los diagnósticos sobre la situación de la seguridad y de la soberanía alimentaria abundan y han sido realizados con la mayor calidad científica y académica por investigadores especializados que publican sus hallazgos y propuestas en instituciones como CIPCA, la Fundación Tierra y CEDLA, entre varias otras.

A nivel nacional, departamental y municipal hay una pléyade de organizaciones de la sociedad civil, redes de activistas y colectivos ciudadanos, como la Fundación Alternativas, Ríos de Pie, Cosecha Colectiva, Nómadas, La Brava, o el Comité Municipal de Seguridad Alimentaria (en La Paz), para no citar sino a unas pocas que desde hace años luchan en varios frentes, desde perspectivas que convergen en el cuidado del agua y de la tierra para que produzca alimentos libres de agrotóxicos y aptos para el consumo humano. Pero es mucho más que eso.

La comprensión madura que tienen las instituciones y organizaciones de la sociedad civil sobre el sistema complejo indisociable que constituyen el medio ambiente y los recursos naturales, la tierra y el territorio, la alimentación y la nutrición, la agricultura familiar y la agroindustria, la preservación de la biodiversidad en los bosques y cuencas de agua dulce, entre otros, y la profusión de datos que ahora, como nunca antes, están disponibles en las investigaciones que se realizan de manera continua y actualizada, deberían ser insumo suficiente para que los candidatos entiendan ese sistema complejo que también incluye el tejido de relaciones de poder y de intereses creados, las necesidades urgentes y una visión de futuro.

Esa comprensión parece ausente del discurso electoral y de los programas de los candidatos. En lugar de propuestas sobre políticas de desarrollo con dimensión humana lo que tenemos son sobre todo slogans capciosos que se lanzan en la plaza pública para atraer votos irreflexivos. Peor aún, tenemos más propuestas de extractivismo como solución mágica para obtener recursos fáciles, hipotecando el futuro, como siempre se ha hecho en Bolivia: despojar a la tierra de sus minerales e hidrocarburos, dejando detrás una infinidad de deshechos químicos que envenenan el agua y los alimentos que consumen las comunidades rurales y urbanas, es decir, todos nosotros. El pescado de los ríos y lagos contaminados con el mercurio que bota la minería ilegal no sólo afecta la salud de los pueblos indígenas de las zonas aledañas, sino a cualquier consumidor.

La mentalidad extractivista sigue primando en Bolivia. No aprendemos de las lecciones del pasado: la plata, el estaño, el petróleo y el gas se acaban. La industria del litio no va a despegar porque dentro de cinco años las baterías de sodio y los motores impulsados con hidrógeno habrán reemplazado a las actuales baterías de litio que usan los vehículos eléctricos. Ya están hablando de explotar las “tierras raras”, 17 minerales escasos en el planeta, usados en la fabricación de componentes electrónicos, en catalizadores y en aplicaciones militares. Sería una desgracia seguir con la obsesión extractivista.

El extractivismo está en el “chip” de nuestros políticos debido a su mirada de corto plazo y a su incapacidad de proyectar el país hacia el futuro. Vuelvo a mencionar algo que decía mi padre: “Aún en la agricultura hay una mentalidad minera”. Se refería al extractivismo agroindustrial que despoja a la tierra de sus nutrientes. Una cosa es producir azúcar, soya o carne vacuna para el consumo interno, y otra muy diferente es depredar en gran escala cientos de miles de hectáreas desmontadas a fuego y maquinaria para la producción extensiva de soya, palma africana, azúcar o carne vacuna para la exportación. Los millones de hectáreas de bosques y pastizales que se han quemado desde 2017, con el MAS en el gobierno, para ampliar la frontera agrícola y especular con el valor de la tierra, significan un endeudamiento obsceno que pagarán varias generaciones en el futuro.

Los candidatos no parecen ser conscientes de la complejidad del desafío ambiental y alimentario. Su incapacidad de articular un discurso que pondere los múltiples factores en la ecuación del desarrollo salta a la vista. En el mejor de los casos, estos políticos profesionales o improvisados miran de manera aislada los problemas: prometen “regular la minería del oro”, “prohibir los incendios”, o “cuidar la naturaleza” sin una visión de conjunto, que es imprescindible cuando realmente se piensa en la colectividad, en todos los ciudadanos bolivianos.

Ningún candidato muestra una sensibilidad clara sobre los derechos de los consumidores, parece un tema marciano para la mayoría. Este es uno de los pocos países de la región que todavía no cuenta con un sistema de señalización para guiar a los consumidores sobre los alimentos ultraprocesados. Desde México hasta Argentina, casi todos nuestros vecinos latinoamericanos han optado por “semáforos” (Ecuador) que indican el grado de peligrosidad de los alimentos, o el sistema de hexágonos de etiquetado frontal, (en fondo negro y letras blancas) donde se indica si el producto tiene “Exceso en grasas saturadas”, “Exceso en azúcares”, “Exceso en calorías”, “Exceso en sodio”, entre otros. Es un primer paso importante para darnos cuenta de los mínimos cuidados que debemos tomar para consumir alimentos que no dañan la salud. El siguiente paso es una mayor transparencia en los ingredientes (que apenas se leen en la letra pequeña de las etiquetas de los productos).

Bolivia tiene tierra suficiente para alimentarse a sí misma con productos de buena calidad y precio, pero hemos padecido la ausencia de políticas de promoción de la agricultura ecológica para una alimentación sana y sostenible que garantice nuestra seguridad alimentaria y también nuestra soberanía. El resultado es que exportamos soya, carne o azúcar, pero importamos papa, trigo, cebolla, frutos frescos y arroz, entre otros. Nuestras exportaciones de quinua hacia el millonario mercado internacional de “comida saludable” hace que los pequeños productores hayan dejado de consumir ellos mismos su quinua, remplazándola por fideo de mala calidad. No es una paradoja menor.

El uso no regulado de semillas transgénicas y de agrotóxicos ya no es un problema causado solamente por las grandes empresas agroindustriales, a las que les importa un rábano el cuidado del medio ambiente o la preservación del agua dulce cada vez más escasa, sino que ha llegado también a la agricultura familiar, frente a la ausencia de políticas y a su poca capacidad para competir en el mercado inundado de productos de contrabando. ¿Veremos en las propuestas de los candidatos una oferta de regulación del uso de agrotóxicos o de semillas genéticamente modificadas? Por el contrario, me temo que la presión de las grandes agroindustrias (que, hay que decirlo, se beneficiaron mucho durante los 20 años del MAS), ya se empieza a sentir cuando exigen a los candidatos promesas para su sector. Nada bueno para el país puede salir de esos compromisos electorales.

“Si el altiplano estuviera mil metros más abajo, sería un vergel”, solía decir mi padre. Él pudo, hace más de siete décadas, hacer realidad grandes proyectos de desarrollo, con la seguridad alimentaria en mente, pero en 2025 ¿cuáles son las propuestas de gobierno sobre seguridad alimentaria que presentan las diez alianzas y candidatos a las elecciones generales del próximo 17 de agosto? ¿Serán tan deslucidas y limitadas como los discursos electorales? Ese análisis lo dejo para un próximo artículo.

@AlfonsoGumucio es escritor y cineasta 



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