¿Puede alguien en su sano juicio oponerse a
una reforma profunda a Derechos Reales? ¿O al enriquecimiento ilícito? ¿O a la
elaboración de información falsa (fake news)? ¡Por supuesto que no –salvo que
se trate de aquellos involucrados en esos u otros ámbitos cuestionados–.
Normas que ataquen tales males deben ser bien recibidas, apoyadas inclusive, por la ciudadanía y el Gobierno que las ponga en práctica debería merecer un aplauso generalizado.
Entonces, ¿por qué diantres varias leyes y decretos ya emitidos (o propuestos) durante los gobiernos de Evo Morales y Luis Arce han chocado con una resistencia social que ha llevado a sus propulsores a abrogarlos?
Ni por conspiración ni qué ocho cuartos como al dar marcha atrás argumentan dichos gobernantes. La razón, mucho menos ficticia, es porque la ciudadanía no está dispuesta a comer vidrio molido; y muchas normas, aparentemente benignas, provenientes del régimen contienen, precisamente, vidrio molido. En términos populares, los ciudadanos se dan cuenta de que se les quiere meter gato por liebre.
Si aquellas disposiciones legales no incluyesen artículos “de contrabando”, su recepción sería favorable. Pero el régimen tiene el prurito autoritario en sus genes y quiere hacer pasar, con cierto disimulo, artículos que a corto o mediano plazos afectarán las libertades, la propiedad, el patrimonio o la honra de quienes el Gobierno considere incómodos por no inclinarse ante sus designios.
Es bien sabido que la pérdida de credibilidad (confianza) es uno de los elementos más difíciles de recuperar y, dadas las circunstancias, todo acto del régimen es observado con desconfianza, máxime cuando sus operadores no parecen transparentes a la hora de explicarlos.
El caso más reciente de recule gubernamental luego de haber emitido un decreto es el que pretendía una reforma a Derechos Reales, esa institución dependiente del Poder Judicial. Como decía al comienzo, ¡quién podría oponerse a tan noble propósito!, pero resulta que, a título de semejante maravilla, la “letra chica” disponía un control prácticamente absoluto de los datos por parte de la AGETIC, una oficina del Ejecutivo. ¡Es que así no hay manera!
Y, claro, la población no está dispuesta a confiar la data de su(s) propiedad(es) al ente expropiador por excelencia, el que tiene el monopolio de la represión. Aunque, curiosamente, a eso el Gobierno le llame “conspiración”.
El propósito original de la tal AGETIC fue el de acortar la brecha digital reinante en el país, cosa que se consiguió parcialmente, pero posteriormente, la entidad fue haciéndose otras competencias, en nombre de la implementación del “gobierno digital” y, como marabunta, inmiscuirse en diversos terrenos, incluido el electoral, con los resultados (fraude) conocidos.
Hincarle el diente a DDRR debe ser un placer anhelado largamente por el Ejecutivo, el que, a través de su brazo tecnológico, estuvo a punto de hacerlo. Hay que decir, sin embargo, que AGETIC demostró una diligencia y rapidez (¿rapacidad?) dignas de mejor propósito –y ejemplo para el resto de la burocracia– a la hora de poner en práctica la toma de DDRR. No sólo que ya tenía todo listo aún antes de la emisión del decreto, sino que al minuto de su entrada en vigencia ya había avanzado un largo trecho para su cumplimiento. Habría que decir que todo estaba fríamente calculado, pero que la indignación de la ciudadanía impidió que siguieran con tal despropósito, y los “agéticos” se quedaron con los crespos hechos. Ya no se le puede tomar el pelo, impunemente, a la gente.