Hace tiempo que la derecha dejó de existir en Bolivia. Sin propuestas e incapaz de sacudirse los prejuicios conservadores sobre temas como el aborto, las reivindicaciones del movimiento LGBT, los derechos de las mujeres y tímida con relación a las emergencias del medio ambiente se quedó sin ningún atractivo para la nueva generación de electores.
En Bolivia, la derecha no se define por una propuesta, sino por un esfuerzo poco sistemático y hasta gracioso de diferenciación con la izquierda.
Es una corriente que todavía evoca los fantasmas de la guerra fría. No faltan los que hablan de amenazas a la propiedad privada, a la libre empresa y hasta el derecho que tienen los padres de educar a los hijos conforme a valores religiosos.
Es una derecha que no deja de ser racista, aunque adorne sus discursos con referencias a la importancia de las raíces indígenas y de la cultura andina, y se disfrace con cierta frecuencia con una versión light de lo popular.
De boca para afuera habla de igualdad, pero de la puerta hacia adentro prefiere mantener las distancias y diferencias. Hubo organizaciones políticas en el pasado que recibían por la entrada principal a los visitantes “ilustres” y por la trasera a las bases. "Es que dan mala impresión", decían.
La derecha ha vivido siempre en el país que cree, pero no en el de verdad y tal vez por eso le ha costado tanto conseguir votaciones superiores al 30%. Es más, los partidos que respondieron en sentido estricto a esa corriente apenas sobrepasaron el 25% en su mejor momento.
Los líderes conservadores, es decir aquellos que temen dar un paso adelante porque el cambio les produce vértigo, continúan haciendo política para unos cuantos y viviendo del aplauso de algunos admiradores y amigos. No entienden por qué no tienen respaldo pese a que son capaces y bien preparados. Cuando pierden se van con la sensación de que los que no estuvieron a su altura fueron los votantes.
La derecha sigue pensando que los izquierdistas utilizan boinas con una estrella en el frente o, peor aún, ponchos debajo de los cuales se esconden aviesas intenciones. Todo y todos son sospechosos desde esa mirada temerosa.
Los ideólogos de la derecha apelan a los argumentos de siempre. Hablan un idioma del pasado que cada vez menos gente entiende o siente como propio. Son racionales porque no quieren deslizarse por el peligroso tobogán de las emociones, ni ponerse en los zapatos de los otros.
La izquierda vive de las debilidades de una derecha inofensiva, con más prejuicios que ideas renovadoras y más nostálgica que visionaria.
Si la izquierda habla hasta el absurdo del “imperio” que acecha desde la sombra, la derecha no es menos retórica y alude siempre a eventuales represalias que podrían surgir desde ese “imperio”. En ambos lados de la mesa se juega con la misma carta de intimidación.
Que la derecha no dé señales de buena salud no es porque esté acorralada por un movimiento popular radicalizado, sino porque no atina a construir su propuesta desde la demanda de los otros. Es más, le cuesta descifrar a los otros porque su estrategia es siempre de manual.
Aquí y allá la derecha cede espacios y observa cómo los “don nadie” se las dan de “alguien” y hacen peligrar sus intereses. Si ha perdido capacidad de reacción es porque nunca pensó que las cosas iban a llegar a extremos tales que se quedara sin representantes en las fotos del poder.
A medida que se aleja más del centro la derecha va reduciéndose a un espacio marginal de acción y sus representantes son en realidad abanderados de una élite, una “mentalidad” en peligro de extinción. Si se han perdido los equilibrios democráticos no es solo por la visión autoritaria del poder de los movimientos populistas, sino por la ausencia de una contraparte política, más empeñada en defender viejos intereses y sostener trasnochados prejuicios que en convocar desde nuevas propuestas.
Para la izquierda ha sido siempre más fácil acercarse hacia un centro ideológico de clases medias que caminan sobre la cornisa del bienestar. La derecha, en cambio, ha perdido la capacidad de sobrevivir a partir de una nueva narrativa, más moderna y amplia, que le hubiera permitido crear puentes e influir sobre otros actores.
No debe extrañar por eso que el debate político se reduzca ahora a una pugna entre voceros del mismo lado del espectro y que el resto sean solo testigos silenciosos e incapaces de mover sus fichas en un tablero del que se autoexcluyeron. Así las cosas, los tiempos de la derecha conocida parecen haber terminado, con sus líderes en retirada, sus consignas sin eco y sus prejuicios ya archivados en el museo de las buenas costumbres.
Hernán Terrazas es periodista y analista.