En agosto de 2011, bajo el título de “La economía en contra ruta”, publiqué en Página Siete una nota que cuestionaba el exitismo gubernamental, aplaudido en junio de ese año por el FMI en su reporte sobre nuestro país. Catorce años después, la nota sigue siendo tan pertinente como 2011 por el reduccionismo con el que el Gobierno, y muchos “opinadores”, tipifican la naturaleza, las causas y las soluciones a la creciente crisis.
En la nota apunté que el reporte del FMI y la estrategia planteada por el Gobierno reflejaban el pensamiento económico ortodoxo cuya meta es crecimiento y no desarrollo. El desarrollo equitativo y la reducción de la pobreza no son dos rasgos necesarios del crecimiento; controlar la inflación era más importante para el Gobierno (lo sigue siendo) que crear empleo; y redistribuir (dar bonos) era políticamente preferible a la mejora real de las remuneraciones y los salarios.
En general, era una visión económica que correspondía más al extractivismo rentista de inicios del Siglo XX y del capitalismo financiero del Siglo XXI antes que guiada por los objetivos de desarrollo productivo a largo plazo: el FMI alentaba la financiarización a pesar de sus propios estudios que demostraban que la profundización financiera, sin atacar previamente los factores que generan desigualdad, la acentúan.
Casi 20 años después, el Gobierno mantiene políticas económicas que, en general, están en contra ruta con las que se requieren para superar efectivamente la pobreza y la desigualdad. Basta revisar las identidades y las relaciones económico-contables elementales, para mostrar que, las políticas que aumentan la productividad y la capacidad de consumo de la remuneración neta al trabajo, necesariamente contribuyen al crecimiento económico con reducción de la pobreza, en tanto que, las que la deprimen, tienen el efecto contrario. La razón es simple: el desarrollo sostenido de una economía requiere de un equilibrio dinámico y permanente entre la capacidad de consumo, que los hogares logran a través de la remuneración al trabajo, y la capacidad del aparato productivo para satisfacer esa demanda.
La remuneración laboral se origina en el valor que el trabajo contribuye a agregar en los procesos de producción. Tres factores inciden en la remuneración neta al trabajo: la distribución primaria del ingreso (cómo se divide, en las unidades productivas, el valor agregado entre la remuneración al trabajo y la utilidad bruta); la productividad; y la creación permanente de puestos de trabajo generadores de valor.
En lugar de promover el alza real de las remuneraciones a partir del aumento sostenido del valor agregado y la productividad, en Bolivia el poder adquisitivo de los salarios cae por las políticas fiscales y monetarias guiadas esencialmente por metas de recaudación y de concentración de rentas en el Gobierno central: la participación de la remuneración al trabajo ha caído del 36,1% del PIB en el año 2000, a un 26% en 2016 (último año para el que el INE publica datos del ingreso), y toda la diferencia favoreció la recaudación de impuestos; el empleo productivo formal se ha reducido a menos del 15% de la población ocupada; los mayores costos directos y de transacción, reducen el valor agregado, la productividad y la participación de las remuneraciones en la distribución del ingreso; etc.
Y, no es un tema menor que, desde 1985, no se ha considerado ni un solo proyecto, mucho menos programas estratégicos, destinado a generar una parte significativa de las 160.000 oportunidades de empleo digno que anualmente nuestra economía debería generar para dar cabida a los jóvenes que se incorporan al mercado laboral. Por el contrario, la tendencia ha sido alinearse con el BM/FMI y promover el “cuentapropismo obligado” bajo el eufemismo de “emprendedorismo”, para ocultar la incapacidad estructural del Estado para promover y alentar la creación de los empleos dignos que la sociedad demanda.
La nota de 2011, enumera varios factores que reducen o limitan la remuneración al trabajo (y la capacidad de consumo de los hogares): las políticas fiscales y tributarias; el alto componente externo del consumo y el ahorro no productivo de los dueños del capital; la orientación rentista de sus inversiones; la estructura de las exportaciones; y el saldo fiscal neto. En general, muestra que la política tributaria es altamente regresiva, inequitativa y estrictamente recaudatoria, generando fuertes desincentivos a la creación de valor y empleo digno. Hoy, añadiría que el centralismo se impuso al ideario autonómico: el manejo fiscal sólo responde básicamente a las “veleidades” de la estructura administrativa central que incurren en gastos públicos que no responden a estrategias de desarrollo mínimamente viables.
En síntesis, desde la política (y cierta academia) se justifica la mala distribución primaria porque “el capital es el factor escaso”; celebran el cuentapropismo como “emprendedorismo” y endeudan a los pequeños empresarios para alinearse con la modas de la “profundización financiera”; ahogan a los contribuyentes capaces de crear valor y empleo, pero cumplen “metas de recaudación”; persisten en el patrón extractivista “para redistribuir excedentes”; y, proclaman la industrialización, pero fijan el tipo de cambio “para abaratar las importaciones”...
Es decir, después de 20 años de políticas públicas y de un manejo de la economía que maquilló la pobreza y la desigualdad con el contrabando, el comercio informal y las subvenciones, ahora resulta que los problemas son la falta de dólares, el déficit y los combustibles. No. Como anticipamos hace años, estas son solo las consecuencias de malas políticas, no sus causas.
Metafóricamente, el tren de nuestra economía fue conducido por maquinistas inexpertos a un tramo descendente, y deslumbrados por la velocidad que lograban sin hacer mayor esfuerzo, se encerraron en la locomotora para meterle nomás. El problema ahora es que hay que frenar porque tenemos al frente un despeñadero, pero los maquinistas confunden frenos con… ¿referendos?
Cierto, es un avance que los maquinistas empiecen a asustarse, pero, en los encuentros convocados para esta semana, más allá de quizás explicar dónde están los frenos, debe haber claridad suficiente respecto a que “aplicar los frenos de emergencia es responsabilidad de los maquinistas”.
J. Enrique Velazco Reckling, Ph.D., es investigador en desarrollo productivo
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