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18/08/2020
La madriguera del tlacuache

A la muerte de un obispo, y de una abuela

Daniela Murialdo
Daniela Murialdo

Estos días me ha tocado pensar en la muerte. Y vivirla. La partida de dos seres queridos en una sola semana me ha convencido de que el duelo no obedece a lo que el difunto fue –si era un ser humano valioso o no tanto– sino a lo que la persona que se queda es. Resulta de cuánta presencia deja quien fallece y el modo en que el “doliente” almacenó esa presencia. Pero el resarcimiento del daño por la pérdida, al que el tiempo está obligado, dependerá de cuánto pasado se lleva el muerto y cuánto futuro se roba.

Mi abuela murió hace unos días. Mi abuela no se llevó un futuro nuestro. Padeció sus últimos años una demencia senil que no la dejaba ya reconocer a sus propios hijos. La alegría, entonces, me venía solo por su persistente terquedad de seguir en este mundo en el que ya llevaba poquito menos que un siglo. Pero no era posible ya felicidad compartida alguna.

Sin embargo, mi abuela se llevó mucho pasado. Aunque ella vivía con mi abuelo a miles de kilómetros en el sur del país donde nací y crecí, siempre se dio modos para visitarnos. Su carácter fuerte, apasionado y terco, que le venía de haber perdido a su madre y dos hermanas –paradójicamente en una peste que arrasó Valparaíso cuando ella tenía 10 años, y a su padre en medio de la locura que esa tragedia le había provocado, dos años más tarde–; y mi carácter fuerte, apasionado y terco, que me viene, presumo, del esposo italiano de esta abuela, consiguieron que nuestra relación fuera siempre fellinesca por dramática.

Desde niña, sabía cuándo yo mentía pues (afirmaba y es verdad) se me movía la nariz. Y renegaba con cierto orgullo cuando advertía gestos míos salidos de su esposo y su hijo, maniáticos y obsesivos los dos. “¿Por qué esta cabrita no salió moldeable?” se preguntaba con acento chileno cuando yo rechazaba (pese a que mis papilas gustativas me gritaban improperios), con solo cinco años de edad, unas quesadillas de chorizo que se vendían en la calle porque “mi papá decía que no había que consumir comida de ahí” (aunque yo me lo encontré varias veces a él en una taquería de la Avda. Universitaria, bien enternado, echándole unos tacos al pastor ahí, parado en plena vía pública de la Ciudad de México).  

Aún recuerdo su expresión impotente cuando a mis siete años en una de esas temerarias casetas de migración del aeropuerto de Dallas –donde hacíamos escala con ella y mi abuelo–, le dije a mi hermana menor en voz bastante elevada para que escuchara el inanimado funcionario, que dejara de quejarse por la tardanza en el trámite porque ahí (en Dallas) mataban presidentes.

Y retengo muy bien su “sabía que esto pasaría” cuando su nieta de 17 años resolvió volver a la que ya era su Bolivia, dejando en blanco el formulario de inscripción en la Universidad de Chile. Mi abuela intentó templar mi temperamento y que yo fuera otra, con resultados harto discutibles.

Mi otra abuela, la materna, me quería más. Esta abuela, la paterna, me conocía mejor. Y con ella vivía en una escala alta de decibeles y eso provocó que nuestro vínculo alcanzara un volumen que encendía tanto adorables momentos como grescas que demandaban cajas enteras de kleenex. Digamos que la banda sonora de nuestra relación se acercaba más a Iron Maiden que a Vivaldi. Y aun así, extrañaré ese pasado con ella.

Cuando andaba yo con las defensas bajas por la muerte de mi abuela, llegó la de un amigo cercano. La de Eugenio, que era más que el Obispo de El Alto. Eugenio fue un jugador de rugby que eligió no pertenecer a la primera liga italiana para llegar a ser párroco a La Paz. Su seguridad personal lo hacía avanzar como un remolino en sus tareas. Hacía que las agujas de su auto marcaran velocidades extremas, que en ocasiones lo llevaron a explicar, confiado, a los policías de tránsito –que lo detenían a cada rato– de que debía llegar rápido a su siguiente misa en Jesús de Machaca u otra de las poblaciones del Altiplano que conocía como nadie. Es que era de una puntualidad japonesa.

Eugenio tenía simpatía. Lo recuerdo riendo frente a mi turbación cuando a mi hijo de siete meses en sus brazos, le invitó un poco de helado con licor de amaretto. Luego pensé que si el de arriba estaba metido en eso no habría mayores consecuencias.

Imaginando una metáfora, pienso que Eugenio jugó rugby toda su vida. Le gustaba ser forward. Y en esa posición se confundía con un capitán a la vanguardia. Eso sí, siempre entregado al pacto que –decía– tenía con Dios: “Yo me encargo de sus tareas aquí abajo y Él se encarga de mí desde allá arriba”.

La pandemia se lo llevó cuando aún le faltaba tarea por hacer y le quedaban limoncellos por preparar. Quizás Él lo llamó creyendo que ya había hecho mucho y que era momento de descansar. El problema es que Eugenio no sabe de descansos. Me preocupa que a Dios se le hayan acabado sus siestas con la llegada de este siervo fiel y afanado. Querrá seguir vigilando que sus cosas acá en la tierra funcionen como hasta ahora: la Fundación Mario Parma para niños con problemas neurológicos; sus obras sociales o la pacificación definitiva de nuestro convulso país.

Eugenio se llevó un pasado, pero sobre todo nos arrebató un futuro. Y no pudimos decirle adiós. La peste se llevó su vida y nos privó de la despedida.

Es que fue hasta que llegó este virus ruin que notamos la grandeza de las despedidas. La fortuna de poder susurrarles un hasta pronto a quienes se marchan. De observarlos inmóviles y sentirlos fríos en el último beso, como un modo de saber que no hay vuelta atrás y que debemos comenzar, a partir de ahí, el camino tortuoso pero necesario de la resignación que siempre llega. De verlos bajar los dos metros en sus ataúdes de madera hacia el hogar que albergará su carne mientras su alma se eleva y se desperdiga para quedarse en quienes los lloraremos.

Aunque en verdad el llanto sea por nosotros. Nosotros, a los que el muerto dejó sin pasado o robó un futuro. Nosotros, abandonados, con nuestra historia interrumpida. Y ahora, encima, con el vacío por la falta de la ceremonia del último adiós.

De ahí que en estos días de pena y búsqueda de ilusión haya vuelto a mis raíces mexicanas para invocar las fiestas a los muertos. Los altares como los que se armaban en la Casa Azul –en la que vivían Diego y Frida–, bañados de flores de cempasúchil, papeles de China picados de todos colores y calaveras de azúcar.

Son altares como los que vimos en la película Coco, que nos recordó el significado de la memoria. En esta apocalíptica temporada en la que se nos recomiendan películas como Contagio, Virus, o Epidemia yo aconsejaría ver ésa que transcurre en el Día de los Difuntos. Esta sugerencia, sin embargo, va acompañada de la advertencia de no escuchar a Gael García cantando la entrañable “Recuérdame”, canción emblemática de la película. Querrán pagar a Caronte, el barquero de Hades, una moneda de oro para que lleve al actor a dar una vuelta por el mundo subterráneo. Y traerlo de vuelta claro.

Este 2 de noviembre no podremos abarrotar los cementerios para visitar a los nuestros, de modo que propongo quedarse en casa y convertir ese día en uno de doble festejo. Además de convocar a unos como cada año, démosles un adiós a aquellos otros que se fueron envueltos en polietileno biodegradable y a quienes no alcanzó la palma de nuestra mano. Ellos sabrán que la despedida que no tuvieron será gratificada con su foto en un bonito altar, que además tendrá la comida y las bebidas que disfrutaban en vida. Mientras, y hasta que los muertos dejen de tener adherida nuestra tristeza, lloremos. Que el llanto produce en el organismo los mismos efectos que un analgésico, y cura.

Daniela Murialdo es abogada.



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