A veces
conviene concentrarse no en lo que los actores hacen, sino en lo que evitan
hacer. Por ejemplo, en la marcha de beatificación de Evo destacaron los
embajadores argentino y nicaragüense, derrochando su faceta de exultantes
internacionalistas. Anduvieron libres como hippies
de cualquier atadura protocolar o derivada de las convenciones, en este caso
diplomáticas.
Pese a ese aire Woodstock (que dudo en llamar así, por cierta injusticia con el mundo del rock) en el talante despreocupado de esos embajadores, una medida del peso de ambos es que ni por si acaso apareciera públicamente en esa marcha, por ejemplo, el representante cubano. O, aunque sea lo mismo, pero en un peldaño jerárquicamente diferente, tampoco asomara un diplomático venezolano, aunque hubo reseñas de prensa referidas a personal de seguridad de esa nacionalidad, pero no a miembros de su embajada.
Tampoco se vio a un enviado peruano (del hermano Pedro Castillo, al que Evo le prodiga hartos desvelos) o de México -para no aludir a uno de Rusia o China-, por más pasión que López Obrador y su canciller Ebrard alberguen por Evo. El presidente mexicano hasta narró la increíble historia -como en un episodio de la batalla de Midway- del cohete destinado a bajar la nave azteca en la que Evo abandonaba el país en 2019. Pero distinto es insertar un pasaje fantástico en un libro, que consentir que un burócrata mexicano repudie los cánones de su cancillería o dé señales a la comunidad internacional de ignorar las sutilezas de una diplomacia de mínimos quilates.
Porque, si solo se trataba de expresar cariño por el hermano Evo, es inexplicable que el calor nicaragüense o rioplatense no fuera seguido con arrebato por otros aliados. De los diplomáticos rusos o chinos ya suena a chiste hablar. Sus países no están para juegos adolescentes; pertenecen a otra liga y así lo hacen notar.
Por ejemplo, en 2019 Rusia reconoció a Jeanine Áñez como nueva “líder del país” aunque no admitiera, a la vez, que lo que ocurrió en Bolivia fuera “un tipo de proceso legal”. Fue un modo distante, acaso devenido de saberes de la Iglesia Ortodoxa, de rezarle a San Jorge y ponerle una vela al dragón, sin atarse al destino de ninguno de ellos o, en este caso, de los protagonistas bolivianos del 2019 (sobre esa fría práctica ortodoxa rusa, el evismo calló. Y es comprensible; pelearse con Putin no es tan barato como hacerle cortes de manga a Trump, sea en la ONU o resguardado a miles de kilómetros de distancia de Washington D.C.).
La falta de delegados de todos esos países en la marcha prueba entonces su nula propensión a mostrar amor carnal por Evo en Patacamaya y ante las cámaras. En su lugar, quizá escogieron que la fogosidad impúber fuera personificada a nombre de Daniel Ortega o por un sindicalista de pelo en pecho como Basteiro. Los cubanos, peruanos, mexicanos, chinos y rusos están para otros afanes.
Tales inasistencias pueden leerse benignamente como las de quienes sí tienen asuntos de su rubro que despachar. Malignamente, alguien interpretaría, en cambio, que esas ausencias develan más bien lo que esos funcionarios estiman que está a la altura de su rango o de los intereses de sus naciones, y lo que no.
Así que tal vez ellos eligieron dejar que el baño de masas lo monopolizaran Ariel Basteiro y el portavoz de Ortega en La Paz, emisario del régimen que dispensa un trato un tanto severo a sus opositores. Para estos no hay en Managua opción residencial que no sea la cárcel o el destierro, como el del literato y buen hombre, Sergio Ramírez. Argentina, por ejemplo y a diferencia de Bolivia, no ha secundado el rumbo de Daniel Ortega. A lo mejor el embajador Basteiro fue capaz de recordárselo al nicaragüense en la marcha, aunque otro escenario habría permitido que lo oyera mejor.
Así, en la arena internacional, incluso en el bloque nacional-popular y en el antioccidental, dimos la pasada semana para que se entusiasmaran Daniel Ortega y el kirchnerismo. El resto de los amigos tuvo cuestiones más relevantes a las que ofrendar su tiempo.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado y analista