Pasan 52 años del golpe de Estado del 21 de agosto de 1971, tengo la memoria fresca para recordarlo, no se me puede borrar esa fecha y seguramente no se me borrará nunca pues en ella, los golpistas, el nuevo régimen de Banzer, asesinó a mi hermano Julio Toranzo Roca. Con él compartimos toda la vida, la infancia, la niñez, la juventud, el colegio Hugo Dávila, la universidad, el sueño de salir de la pobreza, de dar descanso a nuestra madre, que sola tuvo el coraje de criarnos y mantenernos.
También de jóvenes compartimos los sueños de revolución, estábamos marcados por el pasado, mi padre fundador de la FSTMB, mi madre, dirigenta sindical de la Said y, después, de los trabajadores de salud. Esa herencia nos hizo abrir los ojos a los temas sociales, nuestra vida austera y de pobreza también nos señaló que había demasiadas injusticias por corregir. Las lecturas del colegio: Huasipungo, de Jorge Icaza; el Mundo es Ancho y Ajeno, de Ciro Alegría; la Mamita Yunai, de Carlos Luis Fallas; Raza de Bronce, de Alcides Arguedas. Esa literatura nos marcó y nos llevó al mundo social, aunque no a las militancias partidarias muy de moda en los años 60 o 70 del siglo pasado.
La idea de revolución era para nosotros equidad, igualdad social, eliminación de las discriminaciones, mejoras económicas, mejora en salud y educación; pero, super ideologizados, pensábamos en combatir el “imperialismo”, por ahí transitaban nuestros sueños y utopías.
El asesinato de mi hermano me hizo entender que nadie debe soñar su utopía si ella significa quitar la vida a otros y mutilar la libertad de estos. Sólo pasado el tiempo me di cuenta que su muerte me fue cambiando y me inculcó otras ideas. Al inicio, la primera reacción fue dolor, después, más dolor y pasado un corto tiempo, rabia, desesperación, impotencia, aumento de la adrenalina para volver a la idea de revolución, más por sufrimiento que búsqueda de un horizonte político.
Hasta ese agosto me adhería, sin pensar mucho, a la lógica amigo-enemigo, pero desde su muerte entendí que no es justo que alguien le quite la vida al otro por sus ideas, comprendí que, en lugar de eliminar al otro hay que aprender a convivir con él; esos fueron mis primeros pasos hacia la comprensión de la democracia. Desde ese agosto dejé de pensar en la utopía de las revoluciones, pues entendí que ellas, sean de cualquier signo, de derecha o de izquierda, son autoritarias y tienen como meta eliminar al otro, al diferente. Después de un año de prisión (1971-1972) y algunos en el exilio, me ratifiqué en la idea de alejar de mi pensamiento la lógica amigo-enemigo.
Creo en el cambio como proceso dentro de los marcos de la libertad de pensamiento y de expresión, en el marco más amplio del respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales de las personas. Creo en la inclusión social, ¿cómo no voy a creer en ella si soy hijo de obrero minero y de trabajadora fabril? Pero no creo que se deba tomar a la inclusión como el pretexto para eliminar la libertad de expresión y de pensamiento como han hecho muchas revoluciones y lo hacen aún los procesos autoritarios que se dicen revolucionarios.
Tengo miedo a las revoluciones pues en general son dogmáticas y tienden a eliminar a quien piensa distinto y evitan que haya disidencia y pensamientos diferentes. Repaso la historia y no encuentro revoluciones donde se haya respetado los derechos humanos y las libertades democráticas, casi todas las revoluciones, sino la totalidad de ellas, se han encargado y se encargan de mutilar la libertad de expresión, eliminan el derecho a la disidencia e impiden que las personas porten sus ideas propias.
No olvido el 21 de agosto de 1971, no pierdo la memoria, pero vivo sin odio pues creo que este no permite pensar, amar ni tener una convivencia democrática. No tengo odio ni siquiera por quienes asesinaron a mi hermano, pero mantengo la memoria y no la perderé. Y hacia el futuro seguiré insistiendo a mis hijos, a mis nietos que debemos respetar los valores democráticos y nunca aprobar la mutilación de la democracia. Y si algo deseo para el futuro es vivir en democracia, sin que nadie, menos aún los que se dicen revolucionarios, penalicen las ideas de los otros. Querido Julio, todavía sufro por tu partida, pero te agradezco todo lo que me enseñaste.