Tal vez en otros países funcione mejor, pero en Bolivia la reelección no solo fue un fracaso, sino una trampa. De todas las reformas constitucionales que se plantearon desde fines del siglo pasado, fue la más apresurada y la de resultados que bien pueden calificarse de catastróficos, si se considera lo ocurrido con Evo Morales, primero, con la propia Jeanine Añez y ahora con Luis Arce.
Morales fue elegido en tres oportunidades e intentó fraudulentamente una cuarta, luego de ignorar los resultados de un referendo constitucional realizado hace ocho años, en el que la mayoría de los bolivianos le dijo NO.
El deterioro institucional provocado por las ambiciones de Morales y el profundo daño en el ordenamiento constitucional ocasionado por las irresponsables maniobras que posibilitaron sus forzadas habilitaciones son parte del recuento relacionado con las secuelas de la figura de la reelección en un país que posiblemente no había alcanzado la madurez democrática necesaria para asumirla.
En el caso de Añez, optó por habilitarse como candidata en 2020 pese a que por la naturaleza del mandato de emergencia que le tocó cumplir lo que correspondía era que solo condujera la transición hacia una nueva elección luego de los conflictos de octubre-noviembre de 2019. En el camino, la exmandataria tropezó además con la pandemia del Covid-19 y sus gravísimas consecuencias económicas locales y globales.
Inexplicablemente, tras los problemas que determinaron la huida de Evo Morales, la nueva elección no se organizó con la rapidez que el país necesitaba, con argumentos poco convincentes de un Órgano Electoral más preocupado por su imagen pública y los equilibrios políticos que por resolver en un plazo prudente –como se hizo en Ecuador en solo tres meses después de la “muerte cruzada” dispuesta por el expresidente Guillermo Lasso– la profunda crisis política de fines de 2019.
Un Gobierno como el de Añez, que debió haber sido solo de transición y que ni siquiera tuvo tiempo de construir un verdadero proyecto alternativo al del MAS, apostó por una más que improbable reelección y, lo peor de todo, es que arrastró en su fracaso político a los movimientos ciudadanos que habían surgido con fuerza para resistir la tentación totalitaria de Evo Morales.
La reelección es un virus para el que no hay barbijo ni vacuna política y que tiene un impacto negativo sobre todo ahora que lo que Bolivia necesita es una gestión capaz de ejecutar tareas urgentes para atender la crisis económica y no distraerse por la popularidad y la disputa por la propiedad del instrumento político.
Difícil esperar a que un presidente asuma medidas “responsables”, que pueden ser impopulares en la coyuntura, pero positivas para el futuro, si lo que se prioriza es el cálculo de posibilidades personales ante un inminente proceso electoral.
Por último, la reelección se ha convertido, también, en un obstáculo para la renovación de los liderazgos en las organizaciones políticas porque se cree, falsamente, que solo hay unos cuantos iluminados, con experiencia previa, para ejercer la más alta función del estado.
Es un dique que limita el curso de los cambios, trono al que se aferran los espíritus autoritarios, señuelo y trampa; posiblemente lo que debe ocurrir más temprano que tarde con la reelección es que sea eliminada del texto constitucional. Esa sería una muy sabia manera de conmemorar en el futuro la gesta cívica del por ahora desportillado 21F.
Hernán Terrazas es periodista.