La “sociedad líquida” de Zygmunt Bauman es un concepto que describe la realidad contemporánea. Hemos dejado atrás la modernidad “sólida”, una época de calma social y cielos despejados. Las instituciones, ideologías y relaciones eran tan inamovibles como el horizonte en un día sereno, ofreciendo un sentido de seguridad y estabilidad. Las identidades eran fijas, como estrellas en una constelación.
Nuestra realidad actual es la “sociedad líquida”, una tormenta constante e impredecible. Las viejas estructuras han sido pulverizadas por vientos de cambio. Ahora todo es volátil y precario, como nubes que cambian de forma y dirección al instante.
Nuestras identidades son pasajeras, nuestras lealtades efímeras y los lazos que nos unen son tan frágiles como la lluvia. Vivimos en la incertidumbre del huracán, buscando refugio en un mundo donde la calma es solo un recuerdo lejano.
Con el debido permiso de Bauman, en esta columna nos proponemos escudriñar cómo los rasgos más emblemáticos de la tan citada “sociedad líquida” se filtran en el cada vez más volátil y cambiante comportamiento del ciudadano boliviano en las elecciones de 2025.
Esto se advierte en la dispersión y atomización del voto reflejada en las diversas encuestas y esto quedó confirmado en los resultados electorales oficiales. Al parecer, los votantes no se casan con nadie, pero sí coquetean con todos.
El proceso electoral en Bolivia se desarrolló en un contexto en el que la conducta de los votantes no se rige por las lealtades y estructuras sólidas del pasado, sino por una fluidez, incertidumbre y búsqueda de gratificación instantánea.
Relaciones políticas “líquidas”. En la modernidad sólida, la relación con un partido político se asemejaba a un matrimonio del pasado: un compromiso a largo plazo, una lealtad que se transmitía de generación en generación. La militancia era una forma de vida, una identidad inquebrantable. Hoy esa relación se ha vuelto “líquida”.
Vínculos débiles y pasajeros. En este proceso electoral se advierte que el votante no es un militante leal, sino un seguidor intermitente, cuyo entusiasmo es tan volátil como un “me gusta” en redes sociales. Su adhesión a partidos o candidatos no está guiada por convicciones firmes, sino por impulsos momentáneos y afinidades cambiantes. La otrora compacta y disciplinada base electoral del Movimiento al Socialismo, que parecía tallada en piedra, hoy se dispersa como arena fina, desgastada por el liderazgo en declive (Evo Morales), las peleas domésticas (“evistas” y “arcistas”) y la tentación de nuevas caras (Adrónico Rodriguez y Eduardo del Castillo).
En la vereda opositora, el panorama no es muy distinto: la preferencia electoral se halla distribuida, más o menos, entre las distintas opciones políticas. La gran novedad de estas elecciones es que la mayoría de los dirigentes intermedios y algunas personalidades han decidido jugar al “inversionista diversificado”: reparten su fe entre varias candidaturas, “dobletean” sin pudor, confiando en que alguna de sus fichas caerá en el casillero ganador.
Falta de compromiso a largo plazo. Compromiso a largo plazo: artículo de lujo, casi de colección. En esta campaña, abrazar un proyecto político que mire más allá de la próxima quincena parece tan innecesario como leer el manual de un electrodoméstico. El votante promedio no se desvela pensando en reformas estructurales ni en la estabilidad institucional para las próximas dos décadas; lo que le quita el sueño es si mañana encontrará dólares en la casa de cambio, gasolina en la estación y papa a precio de amigo en el mercado.
En este clima en el que la urgencia dicta la agenda y la paciencia está en vías de extinción, personajes como Doria Medina, Jorge Quiroga y Manfred Reyes Villa han decidido adaptarse al libreto exprés, repartiendo soluciones instantáneas y archivando cualquier discurso de país para tiempos más calmados que, al parecer, nunca llegan.
Del otro lado, los candidatos de raíz masista vuelven a desempolvar promesas de largo aliento que, curiosamente, no lograron cumplir en 20 años de ensayo. En medio de esta feria de promesas, el votante no parece buscar al arquitecto visionario del mañana, sino al plomero de confianza que, al menos hoy, tape la gotera que le cae sobre la cabeza.
Identidades políticas “líquidas”. En el pasado, la identidad política estaba firmemente arraigada a una clase social, un sindicato o un movimiento social. Ser de un sector indígena, gremial, obrero o de la media luna determinaba en gran medida la opción electoral. Hoy, estas identidades sólidas se han licuado.
Identidades provisionales y fragmentadas: El votante de 2025 ha construido su identidad política de forma “provisional”. Estas identidades no son monolíticas, sino que se superponen y cambian según el tema en cuestión. Entre quienes se inclinaron por partidos opositores, esta flexibilidad fue casi un arte: ondeaban la bandera democrática en la mañana, abrazaban causas progresistas en la tarde y, llegada la noche, repartían críticas por igual.
En el votante masista, la versatilidad de los electores tampoco faltó: hay quienes se aferraban al “proceso de cambio” antes del desayuno, se mostraban como reformistas inconformes a la hora del almuerzo y, al final del día, recuperaban el fervor partidario.
En ambos bandos, las identidades políticas no fueron columnas sólidas, sino vestuarios de teatro: se cambiaban según el tema del día, el clima político o el candidato que parecía tener la llave de la solución exprés al problema de turno.
Narrativas individuales sobre ideologías colectivas: La ideología de un partido fue menos importante que la narrativa personal del candidato. El electorado se sentía más atraído por la historia de vida de un líder, sus promesas de cambio personal o su capacidad para conectar emocionalmente, que por un programa de gobierno estructurado.
En las elecciones de 2025, al parecer, la ideología de un partido tuvo menos peso que la historia de vida que el candidato sabe contar –y a veces decorar–. El votante parecía más dispuesto a dejarse seducir por el relato íntimo que por la lectura exhaustiva de un programa de gobierno, ese documento solemne que suele acabar como separador de libros.
Así, Samuel Doria Medina se presentó como el empresario perseverante que, con olfato de mercado y discurso de estabilidad, prometió administrar el país como si fuera una empresa rentable (aunque sin aclarar quiénes serían sus accionistas felices).
Jorge “Tuto” Quiroga se ofreció como el estadista de manual, con experiencia internacional y una colección de anécdotas de pasillos diplomáticos, como si cada foto con un presidente extranjero fuera garantía de progreso local.
Y, Andrónico Rodríguez, con su estilo de líder emergente y su narrativa de hijo de la tierra, encarnó la promesa de un relevo generacional que mezcla reivindicación rural con modernidad política, todo en un solo paquete electoral cuidadosamente envuelto. En este escenario, lo que realmente atraía no era la coherencia ideológica, sino la capacidad de cada uno para protagonizar una historia en la que el votante pueda sentirse parte del reparto, aunque solo sea como extra en la escena final.
Así, el voto de los bolivianos en estas elecciones parece más una corriente de agua que un cimiento: fluye, se bifurca, se evapora y, de vez en cuando, inunda. La lealtad ideológica ha sido reemplazada por una simpatía fugaz, la militancia por el zapping político y los programas de gobierno por relatos personales con final abierto. Los candidatos, atentos al guion se disputaban, no tanto la convicción como el instante de atención del votante, ese que dura lo mismo que un clic antes de pasar a otra historia.
Eduardo Leaño Román es sociólogo