• Durante años tuvo un apellido de mentira, una vida prestada, en borrador, como un vestido ajeno que nunca le quedó bien. Desde siempre, particularmente en su adolescencia, sintió un vacío profundo, mucha tristeza, ira acumulada. No sabía por qué.
Por Odette Magnet
Le robaron su identidad, su vida original. No conoció a sus padres. Su madre, embarazada, estuvo seis meses engrillada a una cama o postrada en el suelo de cemento en un recinto siniestro de detención y tortura. Cuando llegó el momento dio a luz una niña, pero no le permitieron sostenerla en sus brazos ni unos minutos siquiera. Después la asesinaron.
Sus padres eran jóvenes, de veinte y algo, militantes del PRT-ERP en Argentina. De la izquierda dura. Secuestrados una madrugada de mayo de 1976 en Buenos Aires. Unas de cientos de víctimas del llamado Plan Cóndor. Continúan desaparecidos. No se sabe mucho más. Tenían como proyecto exiliarse en España al mes siguiente. No alcanzaron, como tantos otros. Policía federal y ejército cercaron la cuadra, un tremendo despliegue: autos, jeeps, soldados, civiles, en cuestión de minutos se los llevaron. Nadie vio nada, nadie supo, paralizados por el terror. Abres el pico y te mato.
Mucho tiempo después, supo que había nacido en la Escuela Mecánica de la Armada, la famosa ESMA de Buenos Aires. Casi de inmediato una pareja la inscribió como hija propia con una partida de nacimiento apócrifa, firmada por un médico de la policía federal. Falsificaron un parto en domicilio. La niña -la llamaron Susana- se crió en un ambiente que los padres calificaron como estándar, con valores cristianos, un hogar bien constituido. Fue hija única. Lo que no dijeron, claro, es que habían mentido de comienzo a fin, que nunca le contaron nada de lo sucedido cuando ellos lo sabían todo. Pero corría el rumor de que la nena había sido adoptada por la familia de un oficial de ejército, hoy encarcelado por ser autor de más de cien delitos de lesa humanidad. El general bordea los noventa años, mudo y senil, con la piel gris colgando, las mejillas hundidas y la mirada vacía.
Entonces soplaban aires de temor y violencia, tiempos de secretos. Ser adoptado era un tema difícil de tratar, no se podía hacer público, al igual que la sospecha de ser hija de desaparecidos. Se calcula que cerca de unos 500 nietos fueron robados por la policía o militares en Argentina. Muchos de esos niños y niñas hoy son hombres y mujeres adultos, con familias propias, una vida armada. Sin embargo, quedan cientos de ellos sin identificar. Son los hijos e hijas, nietos y nietas que aún no saben que fueron robados. Otros, seguramente, viven con la sospecha que les corroe el alma.
Durante años tuvo un apellido de mentira, una vida prestada, en borrador, como un vestido ajeno que nunca le quedó bien. Desde siempre, particularmente, en su adolescencia, sintió un vacío profundo, mucha tristeza, ira acumulada. No sabía por qué. Un sentimiento de no pertenencia, lagunas emocionales, episodios depresivos, momentos de euforia. Intentó suicidarse dos veces con una sobredosis de pastillas. A ratos sentía que odiaba a sus padres. Sus amigas más cercanas le aconsejaron recurrir a terapia. Nunca aceptó.
Nadie escapa, nada muere, nadie olvida.
Argentina te busca era el lema de las madres de Plaza de Mayo. Aquellas mujeres que cubrían sus cabezas con pañuelos blancos y que durante años dieron la vuelta alrededor del monumento frente a la Casa Rosada. Una y otra vez, todos los jueves, a las tres y media de la tarde. Los soldados las correteaban, ametralladoras en mano, gritando “¡Caminen, señoras, caminen!”.
Y caminaron.
Parecíamos detectives buscando a un reo, dijo una vez la presidenta de la agrupación. Porfiadas, majaderas, a los pocos minutos volvían a agruparse. Buscaban refugio en las confiterías porque sabían que los militares no las buscarían allí. Tomaban té e intercambiaban regalos para fingir que sólo eran amas de casa reuniéndose como amigas. Coordinaban, entonces, cada una de las futuras actividades. En otras ocasiones se reunían en iglesias, encendían velas y susurraban plegarias antiguas. En medio de la penumbra dejaban escapar unos sollozos largos, resistiendo la derrota y el desamparo. En pocos lugares de la dictadura se podía llorar.
Las madres pasaron a ser abuelas y muchas murieron sin conocer el paradero de sus hijos y nietos. Otras fueron secuestradas y hechas desaparecer.
Por esas cosas misteriosas de la vida Susana se había instalado hace años en Madrid. Allí trabajaba como arquitecta, le iba bien, estaba contenta, tranquila. Aún conservaba, sin embargo, el acento argentino. Un día, sin aviso previo, un grupo de derechos humanos la invitó a hacerse un análisis de ADN. Se negó. No tenía ninguna intención de saber nada, de averiguar nada. Tenía sospechas, claro, pero no estaba preparada para dar ese paso. Pero el tema ya estaba clavado en su mente. Quizás era paranoia pura, se dijo. Pero fue creciendo, madurando. Se emparejó con un catalán, un colega, fue madre de una niña. Ahí cambió todo. La idea se convirtió en una obsesión que no la dejaba dormir. Hasta que llegó a la orilla, es decir, entendió que si buscar su identidad no era tan importante para ella, no podía ser tan egoísta porque del otro lado podría haber personas buscándola. Si lo iba a hacer, lo haría en Buenos Aires. Colmada de dudas y de temores, viajó con su pareja y su hija. Nunca un viaje le pareció tan largo. Nunca una ciudad le revolvió tanto el alma.
Al día siguiente se sometió al examen. Le temblaban las piernas y sentía que una roca le aplastaba el pecho. No creía en los milagros, Encontrar a un nieto o nieta era como hallar una aguja en el pajar. Cuando tuvo el resultado y dio positivo sintió una m mezcla de alivio y terror. Pero algo se completaba en ella, las piezas de un enorme rompecabezas empezaban a calzar. La nieta de la guerra sucia, recuperada, la hija de un milagro, la que lucía un número con orgullo a falta de la vida que le arrebataron. Es lo único que de verdad le pertenecía. Comenzó a navegar por internet, entró en la página de Abuelas, filtró por las fechas y, de pronto, allí estaban sus padres, en la pantalla luminosa del computador, un par de fotografías borrosas en blanco y negro, con esos apellidos que no sabía que existían. Durante mucho rato su mirada quedó fija en la foto de su mamá.
-Fue verme a mí misma. Sufrí un shock terrible- recuerda.
Tenía los mismos ojos de su madre.
Fue todo tan vertiginoso después de eso. No recuerda bien el orden de las cosas, pero sí que la contactaron con sus abuelos paternos y maternos. Viejos pero vivos, con los ojos apagados y la piel surcada por el dolor. Ahora sabe que ellos nunca dejaron de buscarla, nunca la olvidaron. Calculaban su fecha de nacimiento, posibles escenarios. Preguntaron en orfanatos, hospitales, tribunales, comisarías. Así se lo dijeron cuando la abrazaron por primera vez en el local de las Abuelas. No pudieron hablar más porque el llanto los estremecía. Pero su abuelo, el materno, le dijo que, una semana antes de que la secuestraran, su hija le había anticipado que si su bebé era una nena la llamaría Macarena. El había sonreído y le había dado un beso en la mejilla.
-Bonito nombre, hija-le dijo. Y será tan bella si es igual a ti. Ojalá tenga tus ojos.
El día acordado, el local estaba atiborrado de periodistas, otros nietos, abogados, amigos. Se entregó la información sobre el nuevo hallazgo, como ya era habitual, en una conferencia de prensa. A medida que una de las abuelas relataba detalles de su historia, Susana tuvo la sensación de que se iba quedando atrás, envuelta en una neblina espesa y, paso a paso, Macarena salía a la luz, bajo un sol radiante que le entibiaba la cara, Por primera vez tuvo la certeza que no estaba sola. A su lado, sus abuelos, dos tíos, hermanos de su padre, quebrados por la emoción. Uno de ellos, Felipe, había mantenido siempre el teléfono de línea en su casa, que dejó como contacto al momento de denunciar las desapariciones. Y a ese mismo número lo habían llamado días antes para darle la gran noticia que había esperado una vida entera.
-Yo sólo pedía poder abrazarte antes de morir-le susurró al oído.
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