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Cultura y farándula | 24/10/2024   11:23

|CRÍTICA|Los viejos soldados|Alfonso Gumucio|

No suelo precipitarme para publicar mis reseñas de cine, sobre todo si se trata de cine boliviano, porque considero que los espectadores deben formar su propia opinión. De nada valdría decir: “aquí está  mi opinión pero no me lean hasta que hayan visto el filme”. Prefiero que la película comentada ya haya sido vista por el público potencial, es decir, que haya concluido su exhibición comercial, aunque todavía pueda verse en la Cinemateca Boliviana que es donde la he visto dos veces: el día de la premiere y un par de semanas más tarde. 

Mi primera afirmación es que todos los bolivianos deberían ver siempre el cine que produce nuestro país, como solía ser décadas atrás, cuando existía avidez por nuestro cine, cariño y respeto por el esfuerzo de nuestros cineastas. Recordemos el medio millón de espectadores de Chuquiago (1977) de Antonio Eguino, cuando el país tenía la mitad de habitantes que tiene ahora. Hoy no existe un sentimiento nacionalista en la mayoría de los jóvenes y los gustos se han vuelto bastante superficiales y ajenos a nuestra realidad. Parece que ser bolivianos no significa nada para ellos, pues viven una virtualidad sin fronteras ni arraigo. 

Por su carácter didáctico y sus buenas intenciones, Los viejos soldados (2024) la más reciente obra cinematográfica de Jorge Sanjinés, debería mostrarse a todos los niños y adolescentes bolivianos que tienen muy poca idea de nuestra historia y de valores que se han extinguido. Tienen poca o ninguna idea de la Guerra del Chaco y de las relaciones que ahí se forjaron entre indígenas y citadinos, que dieron sin duda paso a lo que sería 20 años más tarde la revolución social de 1952 (con el precedente de los gobiernos militares de Toro, Busch y Villarroel), aunque algunos revisionistas pretendan negarlo en relatos de posverdad escritos cómodamente desde la perspectiva informada de este siglo. Mi propio padre y su generación podían dar testimonio de ese encuentro social que se dio en las trincheras. 

Por su candor, los mensajes de armonía y convivencia (paraguayos y bolivianos son hermanos, al igual que campesinos y citadinos representados por los dos personajes centrales), calarán hondo en los más jóvenes, invitándolos a revisar valores que ellos y sus padres han perdido: la solidaridad entre personas de diferente origen social, la amistad que se forja en la adversidad, y el compromiso que se adquiere con la nación (una sola) cuando está   amenazada por fuerzas externas o internas. Me entristece que los nuevos “valores” de los jóvenes se reduzcan a dar agua a perros callejeros y al cuidado de lo más cercano: su ombligo. No dudo que una película sobre “peluditos” (buena o mala) arrasaría en taquilla, aunque parezca una ironía. Esta digresión la hago con dolor, decepcionado por el ombliguismo e indolencia de la mayoría de los jóvenes sobre problemas que atingen a una colectividad más extensa.

Dicho lo anterior, reitero la invitación para ver la obra de Sanjinés (toda su filmografía), y añado algunas consideraciones para aquellos espectadores que se aproximan a las pantallas con un espíritu indagador crítico. 

En el nivel de quienes ya tienen nociones y certezas sobre la guerra del Chaco, quizás la película los deje insatisfechos, porque no es en realidad un filme de ensayo histórico sobre la contienda entre Bolivia y Paraguay, sino la historia de una amistad que comienza allí y se dispersa durante las siguientes tres décadas, sin mantenerse actualizada a lo largo de 30 años, truncada durante todo ese tiempo y recuperada mágicamente hacia el final del relato. 

La parte que transcurre en el Chaco, durante la guerra, está impecablemente filmada, aunque haya algunos errores de continuidad, de guion y de interpretación acartonada (teatral) que no afectan al relato en su conjunto. Las secuencias de la guerra concluyen con la deserción de los dos compañeros y su separación casi definitiva. El resto del filme narra sus vidas en paralelo, como si la película quisiera proyectar afirmaciones y preguntas sobre las décadas que siguieron a la Revolución Nacional de 1952. 

Varias cosas pasan en las vidas de los dos personajes principales: el intelectual de clase media Guillermo Fernández de Córdova (Cristian Mercado), una suerte de alter ego del director del filme, y el agricultor indígena Sebastián Choquehuanca (Roberto Choquehuanca). El primero pone todo su empeño para alejarse cada vez más de la ciudad hasta ser aceptado por una comunidad aimara mediante su matrimonio con una profesora de esa comunidad, y el segundo se decide por un camino inverso, marcado por el oportunismo y el abandono de la ética comunitaria (la “reserva moral” indígena, que sabemos idealizada y malversada en lo que va de este siglo). En ese sentido, el personaje de Choquehuanca es más complejo y menos lineal que el personaje interpretado por Cristian Mercado, y permite romper con el ciclo de la idealización del indígena. Sin embargo, ninguno de los dos tiene el espesor espiritual que lo haría más humano, o la profundidad social que los haría sujetos históricos representativos. 

Para que los personajes sean creíbles tendrían que dudar, como cualquier ser humano que se cuestiona permanentemente sobre su propia vida. La ausencia de contradicciones impide que el espectador se identifique con ellos. Ambos personajes están narrados sin matices, llevados al extremo de sus elecciones de transformación social como si siguieran un camino dibujado de antemano por eso que algunos llaman “destino”. Es tan poco verosímil el citadino que se refugia bajo un poncho indígena, como el campesino engominado, convertido en burócrata sindical, que circula en Mercedes Benz. Ojo: el hecho de que existan casos similares en la vida real no los hace necesariamente más creíbles como personajes. (Aquí entraría una disquisición sobre la “verosimilitud fílmica” que alguna vez estudié de la mano de Galvano Della Volpe, pero no viene al caso).

A lo largo de treinta años los dos amigos no se encuentran ni por casualidad, aunque no hubiera sido difícil si hubieran querido hacerlo. Es inconcebible que Guillermo no haga el esfuerzo de encontrar la comunidad de la que tanto le ha hablado Sebastián en sus largas horas de convivencia en las trincheras del Chaco. Y si Sebastián hubiese realmente persistido, probablemente hubiera encontrado a Guillermo a través de los amigos que él había mencionado. Ambos dejaron que transcurra el tiempo y ninguno lo intentó verdaderamente. Quizás ambos temían de antemano los riesgos del reencuentro entre dos seres con valores trastocados. 

La escena final sirve para alimentar discusiones sobre la posición filosófica que alimenta el guion. Mediante un mensaje escrito, los protagonistas se dan cita, treinta años más tarde, en una esquina de la calle Jaén en La Paz (una de las pocas calles que se ha mantenido como era, por lo que es escenario preferido de los cineastas). Al llegar al lugar, el citadino transfigurado en indígena, con el atuendo de su comunidad y una extraña actitud cabizbaja (de quien no quiere representar así ese papel), y el campesino convertido en funcionario sindical corrupto (también con el atuendo que corresponde a quien ha escalado posiciones en la burocracia sin méritos propios), se esperan a dos metros de distancia sin reconocerse, a pesar de que la calle está  completamente vacía. Sebastián mira su reloj impaciente, mientras Guillermo mira el piso sin hacer el mínimo esfuerzo para levantar la cabeza, hasta que finalmente después de un par de minutos que parecen una eternidad las miradas convergen, los viejos amigos se reconocen y se alejan caminando abrazados. 

¿No habría sido mejor dejar en suspenso la escena del desencuentro en lugar de buscar el final feliz? Además, ¿puede haber realmente un final feliz cuando ambos personajes se han convertido en lo contrario de lo que eran antes? Es obvio que caminar juntos hacia el otro extremo de la estrecha calle Jaén no va a cambiar lo que ya decidieron ser en sus vidas. Quizás el alma buena y solidaria de Guillermo esperaba al Sebastián que conoció en la guerra, pero este último para nada quiere encontrarse con un reflejo de su propio pasado. 

Eso, en cuanto al planteamiento ideológico, que recoge las inquietudes expresadas por Jorge Sanjinés en obras anteriores, ahora de una manera más esquemática. El indigenismo o indianismo que podía ser representativo hasta finales del siglo pasado, ya no lo es. El país ha cambiado, para bien o para mal. Bolivia es un país 80% urbano y apenas 20% rural. La población mestiza es mayoritaria, y en el censo de 2012 (que introdujo la pregunta de autoidentificación para mantener el espejismo de un país indígena), solamente el 17% se reconoció como aimara (1,191.352 de los censados) y un 18% se identificó como quechua (1,281.116 censados). Sumadas todas las etnias reconocidas por la Constitución Política del Estado de 2009, resulta que apenas el 48% de la población censada se reconocía como indígena, menos de la mitad del país. Quizás por eso los resultados de 2012 no fueron muy difundidos por el gobierno de Evo Morales, quien no podía alegar que el censo hubiera sido manipulado por oscuras fuerzas del enemigo. También el censo de 2024 está en el limbo, con resultados cuestionados por todos sus ángulos. Lo innegable es la tendencia (mundial) de la migración a las ciudades y el progresivo vaciamiento poblacional de las áreas rurales. 

Ahora bien, también es posible una lectura de segundo nivel de Los viejos soldados, más indagadora y crítica. ¿No representa el personaje de Choquehuanca la trayectoria oportunista del líder del MAS (a quien el personaje se parece físicamente), alejado de sus raíces indígenas? Alguna vez, mi amigo Víctor Hugo Cárdenas, intelectual aimara que fue vicepresidente de la República, me dijo algo que me quedó grabado: Evo Morales no es un indígena, y no solamente porque no habla ni aimara ni quechua (a pesar de que la CPE que él mismo impuso desde un cuartel lo hace obligatorio para todos los funcionarios del Estado) sino porque nunca ha sido dirigente comunitario, nunca ha formado una familia y no corresponde al perfil de los dirigentes que emergen desde abajo en las comunidades indígenas. “Es un llokalla hualaycho”, me dijo a manera de conclusión Víctor Hugo. Y eso fue antes de que Evo Morales llegue al poder. Estremece pensar hasta qué punto sus palabras fueron proféticas. Se quedó corto. 

Perdón por esa nueva digresión, pero me parece esencial situar la obra de Jorge Sanjinés en el contexto histórico actual, aunque se refiera a un periodo anterior. Como escribió Benedetto Croce (citado por Marc Ferro, mi profesor de cine e historia): “La historia es siempre contemporánea”. En otras palabras, la escribimos y reescribimos constantemente en el presente. Es la mirada actual la que prevalece. 

En cuanto a la realización, Los viejos soldados es superior a las dos anteriores en la filmografía de Sanjinés (Insurgentes y Juana Azurduy, guerrillera de la patria grande), aunque no parece una buena idea acumular al mismo tiempo las funciones de director, guionista y montajista en un ambicioso largometraje de ficción, poque eso limita el cruce de ideas y la fertilización crítica. Sanjinés ha defendido en la teoría un cine colectivo, pero ha regresado empecinadamente al cine de autor, con mayor control sobre el proceso creativo. Hace falta la mano de un guionista como Oscar Soria, así como la de un editor que sepa identificar los problemas de continuidad, y sugerir soluciones con el material disponible. En varias escenas las palabras sobran, bastaría la gestualidad, mucho más rica que la retórica verbal. 

En descargo del comprometido y entusiasta equipo de producción de Los viejos soldados, es importante recordar que se filmó antes de la pandemia, y que su proceso de finalización ha sido largo y difícil. Esta consideración no debería importar a la hora de evaluar una obra de arte, pero importa en un país con poca producción cinematográfica como el nuestro. 

Gracias a las nuevas tecnologías los aspectos técnicos están bien resueltos, en especial la calidad de la fotografía y de la dirección de arte. La música de Cergio Prudencio es adecuada a las diferentes secuencias, aunque en algunas pretende quitarle protagonismo a la imagen y se hace demasiado presente. Quizás por mis estudios y por todo el cine que he visto en mi vida, siempre me ha disgustado que la música incidental en una película aparezca en primer plano y me saque de la pantalla. Recuerdo que Henri Langlois, el creador y dragón protector de la Cinemateca Francesa, prefería ver las películas sin sonido para apreciar mejor su plástica. 

Las interpretaciones son dignas en casi todos los actores, aunque la que destaca es la de Cristian Mercado, con larga experiencia. Los personajes secundarios a veces pecan de una gestualidad teatral que no ayuda. La dirección de actores no debe menospreciarse, aunque se trabaje con profesionales, pero todavía más cuando los actores carecen de experiencia. Los actores “naturales” a veces no son capaces de representar los roles que desarrollan en su vida cotidiana, pero una buena dirección los convierte en buenos actores como ha sucedido en películas anteriores de Jorge Sanjinés, entre ellas las emblemáticas  Ukamau (1965), Yawar mallku (1969), El coraje del pueblo (1971) y La nación clandestina (1998).  

Los viejos soldados no cierra la filmografía de Jorge Sanjinés, ya que el cineasta acaricia nuevos proyectos con una energía que los más jóvenes no tienen. Vuelvo a repetir que sus películas deben verse porque todas son pertinentes a los problemas de la sociedad boliviana y aunque esquemáticas y didácticas, tienen la virtud de enriquecer los debates sobre los temas que tocan. Pero además, es innegable que son obras honestas desde la perspectiva de su realizador, que no las hace para ganar porotos en festivales internacionales sino para interpelar a los propios espectadores bolivianos. 

@AlfonsoGumucio es escritor y cineasta





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