La emergencia ambiental boliviana merece mucho más que el “silencio” o que promesas vacías de campaña; necesita acuerdos amplios y políticas valientes, datos precisos y un compromiso político real.
Brújula Digital|24|09|25|
Luis Pabón Zamora
En Bolivia, la década que culmina en 2025 ha sido marcada por una crisis ambiental sin precedentes. El país ha sufrido, y sigue sufriendo, incendios forestales devastadores, acelerada deforestación, contaminación minera y urbana, y catástrofes hídricas agravadas por el cambio climático.
Entre 2014 y 2024, Bolivia perdió entre 10 y 12,6 millones de hectáreas por incendios, la mayoría bosques de los departamentos de Santa Cruz y Beni, siendo los chaqueos agropecuarios la causa principal y registrando más de 36.800 focos de calor en el último año. A ello se suma una deforestación que, en la última década, se disparó un 259%, con más de 7,9 millones de hectáreas perdidas desde 2001 y más de 600 mil solo en 2022, posicionando a Bolivia como el tercer país con mayor pérdida de bosque primario.
La otra cara de la crisis es igualmente alarmante: la contaminación minera y urbana ha llegado a niveles críticos. Bolivia es el principal consumidor de mercurio de Sudamérica y casi tres cuartos de los indígenas amazónicos presentan niveles elevados de este metal en sangre. Solo el 27% de las aguas residuales en el país recibe tratamiento adecuado, mientras al menos 17 cuencas emblemáticas, incluyendo el Pilcomayo, Rocha, Titicaca-Desaguadero, Poopó, Grande, Tumusla, San Juan del Oro, Caine, La Paz-Boopé, Beni, Mamoré, Katari y varias más, sufren contaminación severa.
Al mismo tiempo, la crisis hídrica se intensifica: los glaciares andinos han perdido más del 50% de su masa en cuatro décadas y la frecuencia de sequías e inundaciones sigue en aumento, afectando directamente a medio millón de familias solo en 2024. Todo esto ocurre en un marco de débil gobernanza ambiental, presiones sobre áreas protegidas y territorios indígenas, avasallamientos y una expansión persistente de actividades extractivas.
Sin embargo, Bolivia mantiene un potencial considerable en su diversidad natural y cultural. El turismo cultural y de naturaleza creció notablemente, con un millón de visitantes extranjeros en 2024 que generaron más de 1.080 millones de dólares en ingresos directos e indirectos.
Sitios como el Salar de Uyuni, Madidi, Titicaca, Amboró, Toro Toro y las misiones jesuíticas han cimentado la reputación internacional del país y los ingresos podrían superar los 3.000 millones de dólares anuales antes de 2030 con adecuadas inversiones en promoción, servicios e infraestructura. El sector forestal y los mercados verdes están listos para despegar: el manejo responsable y la certificación, junto a la restauración de áreas degradadas, permitirían generar al menos 800 millones de dólares anuales en exportaciones y multiplicar el empleo rural.
Iniciativas de REDD+ y créditos de carbono, junto con el acceso a fondos internacionales, podrían añadir más de 500 millones de dólares anuales por servicios ecosistémicos y acciones contra el cambio climático.
A pesar de este panorama, la discusión ambiental se mantiene en la superficialidad de la agenda electoral. Los programas de los partidos que disputan la segunda vuelta contienen promesas vagas y generalidades, sin compromisos concretos ni metas medibles. Persisten los vacíos de gobernanza, la falta de reformas legales y la poca apertura a la participación de comunidades indígenas, expertos y la sociedad civil. Mientras tanto, leyes como la 741 continúan facilitando el desmonte y los incendios. A esto se suma la deficiente aplicación de la Función Económica Social (FES) de la tierra, que no reconoce el valor del bosque ni sus servicios ambientales y, en conjunto con los avasallamientos de tierras, perpetúan un modelo que posterga la tan necesaria reforma estructural para integrar la sostenibilidad como eje central del desarrollo.
La necesidad de un pacto ambiental y económico 2025–2030, que combine acciones contundentes y transformadoras, implica erradicar legislación permisiva y aplicar controles y sanciones estrictas sobre avasallamientos, quemas e incendios, fortalecer sistemas de alerta temprana y brigadas forestales, declarar una moratoria de desmontes en áreas de alta biodiversidad, instaurar un catastro digital, cambiar la FES, y promover la certificación y trazabilidad de productos forestales en empresas y comunidades. Igualmente, urge ofrecer incentivos económicos para tecnologías limpias en minería, reducir el uso de mercurio, construir infraestructuras de captación de agua y restaurar cuencas, aumentar el tratamiento de aguas residuales, implementar nuevas políticas de reciclaje y educación ambiental, promover energías renovables descentralizadas y capacitar en empleos verdes. Institucionalizar el cambio climático en la planificación sectorial, elaborar mapas de riesgo, diseñar planes municipales de adaptación, impulsar el turismo ecológico y de naturaleza mediante alianzas y acceso a financiamiento internacional, y garantizar el liderazgo juvenil y la participación ciudadana se vuelven metas esenciales.
Si Bolivia adopta una agenda de esta magnitud, en 2030 podrá alcanzar ingresos de al menos 3.000 millones de dólares anuales por turismo sostenible y cultural; llegar a 800 millones en exportaciones forestales, reducir en 80% los incendios y la deforestación. Disminuir en 70% el uso de mercurio, restaurar un millón de hectáreas, asegurar financiamiento climático anual de 500 millones, suministrar energía renovable al 25% de la matriz eléctrica. Reducir 15% las emisiones y garantizar electricidad para el 75% de las familias rurales hoy excluidas.
La emergencia ambiental boliviana merece mucho más que el “silencio” o que promesas vacías de campaña; necesita acuerdos amplios y políticas valientes, datos precisos y un compromiso político real para ofrecer un futuro sostenible y justo a las próximas generaciones.
Luis Pabón Zamora Economista experto en llanificación y medioambiente.