Unas 20 familias de la nación milenaria Uru Chipaya todavía cultivan la papa nativa luk’i en suelos salitrosos, donde la mayoría de los productos no sobrevive. Frente a las fuertes heladas, cada vez más intensas, y a la sequía prolongada, los comunarios recurren a sus saberes ancestrales para proteger los cultivos.
Brújula Digital l27l08l25l
Oly Huanca Marca
No se ve ni paja brava ni tholares en este suelo árido: parece casi un desierto. Las ovejas apenas alcanzan a comer “ch’iji” mezclado con tierra, porque el pasto no llega ni a un centímetro y está seco. Al otro extremo de la pampa, una oveja adulta casi no se mueve, debilitada por la desnutrición. Así son los campos que habita el pueblo Uru Chipaya, en el departamento de Oruro, donde la producción de alimentos, tanto para las personas como para los animales, es escasa, debido a la salinidad y a climas extremos.
En estas tierras, Rosa Alavi Condori y su esposo, Guillermo Condori Flores, del ayllu Mananzaya, crían ovejas y se empeñan en cultivar algunos alimentos nativos, entre ellos la papa luk’i, para garantizar su seguridad alimentaria.
La Nación Uru Chipaya está conformada por cuatro ayllus —Aranzaya, Mananzaya, Wistrullani y Ayparavi— asentados cerca del salar de Coipasa, que saliniza todas sus tierras. Las familias de la zona subsisten de la agricultura, la caza y la pesca. Cultivan papa luk’i, quinua y cañahua, semillas que resisten las condiciones agrestes de este territorio, ubicado a unos 3.687 metros sobre el nivel del mar (msnm).
En Uru Chipaya, la mayor parte de la producción agrícola se destina al autoconsumo, debido a que los volúmenes son reducidos y no generan excedentes para la venta.
Agricultura en tierra hostil
Los urus chipayas viven en el altiplano, su tierra es salitrosa y castigada por los climas extremos. En invierno falta agua y en verano la lluvia cae con furia arrasando con los sembradíos. Aún así los pobladores continúan sembrando la papa luk´i: un tubérculo silvestre andino que, para brotar, busca suelos y climas poco amables. Resiste al frío, alimenta y cura.
“La papa luk’i nos sirve mucho. No sembramos en cantidad, es nuestra comida”, comenta Guillermo, sentado sobre uno de sus talones en medio de la pampa donde pastorean sus ovejas.
“Hacemos también chuñito, eso nomás produce aquí”, añade Rosa, acomodando el peso de su cuerpo hacia un costado y sonriendo tímidamente.
En la memoria de Felipe Lázaro Mamani, del ayllu Ayparavi, la papa luk’i acompaña a los uru chipayas desde tiempos inmemoriales. Durante generaciones no conocieron otra variedad de papa: la usaban tanto para su alimentación como con fines curativos, por ejemplo, para aliviar la gastritis o sanar heridas abiertas.
“La gente sembraba la papa luk’i, había blanca y morada. Si la helada quema, vuelve a brotar hasta tres veces y siempre nos da papita”, dice Felipe.
Según la “Revista Latinoamericana de la Papa”, la luk’i fue domesticada por culturas preincaicas que habitaban las alturas de Bolivia y Perú hace más de 14 mil años. Con ella se aseguraba la base de la cultura agrícola-alimentaria del altiplano y los valles interandinos, gracias a su resistencia a heladas y plagas.
Hoy, Bolivia conserva unas 100 variedades de papas nativas, según la Fundación Proimpa. Entre ellas está la papa luk´i, que a su vez tiene ocho subvariedades resistentes a climas adversos.
Gracias a sus cualidades, la papa luk’i resiste heladas de hasta –6 °C y sobrevive a la sequía. Por ello, desde tiempos ancestrales, esta variedad —también conocida como papa amarga— ha sido un alimento clave para la subsistencia y continuidad de las comunidades andinas. Por su sabor amargo, esta papa es ideal para elaborar chuño: se deshidrata mediante un proceso ancestral y puede conservarse durante años.
Lavado de la tierra y siembra mancomunada
La producción de alimentos en la cultura Uru Chipaya, principalmente de la papa, se debe a que aún realizan prácticas ancestrales como el lameo y la siembra mancomunada.
El lameo significa lavar la tierra salitrosa con agua de lluvia, la cual arrastra sedimentos desde los cerros y de otros puntos, además, funciona como abono natural.
“Lavamos la tierra para que el salitre salga, esa “lama” es abono y con eso se mezcla el suelo”, resalta Guillermo.
Los entrevistados explican que después de lameo, barbechan la tierra y luego siembran los productos. Todo ello lo hacen de forma mancomunada, otra práctica ancestral que consiste en que todos los comunarios participan en estas actividades agrarias.
La tierra barbechada se reparte por ch’ia entre las familias. El administrador del Gobierno Autónomo de la Nación Originaria (GAIOC) Uru Chipaya, Abrahan Felipe Lázaro explica que la ch’ia consiste en asignar pequeños lotes que puede variar de entre uno y nueve metros cuadrados a cada familia, distribuidos en distintos sectores del barbecho. En conjunto, esos fragmentos suman aproximadamente media hectárea por familia, lo que puede variar de acuerdo a la cantidad total de tierra barbechada.
Este espacio refleja cómo el manejo colectivo y el conocimiento ancestral permiten a los uru chipayas sostenerse y sobrevivir. Así, las familias aseguran su seguridad alimentaria con al menos tres productos —papa, quinua y cañahua— destinados principalmente al autoconsumo y, en algunos casos, al trueque con otros alimentos.
Kamayus: guardianes de la chacra
El pueblo Uru Chipaya mantiene vivas sus prácticas culturales, agrícolas y de gestión territorial, así como su arquitectura y artesanía. Entre ellas está la figura de los kamayus, autoridades tradicionales compuestas por cuatro personas por ayllu, designadas por la comunidad. Estas se encargan de cuidar la siembra desde la primera semilla hasta la cosecha.
En cada ayllu, los kamayus se encargan de vigilar los cultivos día y noche y de alertar en caso de plagas. También encienden fogatas cerca de las chacras para protegerlas durante las heladas y permanecen atentos a los cambios del clima, avisando cuando es necesario realizar acciones colectivas, como desviar el agua en tiempos de inundación.
Guillermo detalla que en el caso de las plagas, los kamayus realizan un trabajo manual en una parte de la chacra: “como atrapar los gusanos y despacharlos, sin maltratarlos, con mucho cuidado y cariño”, acompañado de ofrendas a la tierra.
Sin embargo, cree que esta práctica ya no es muy frecuente porque ahora algunas personas prefieren usar agroquímicos para matar a los insectos. Aunque doña Rosa opina que si bien siguen haciendo esa práctica lo hacen “sin fe y sin voluntad por eso no da efecto”.
Pérdidas y la crisis climática
El administrador del GAIOC Uru Chipaya, Abrahán Felipe afirma que cada vez son menos las familias que siembran papa luk’i debido a los efectos de la crisis climática. Estima que alrededor de 20 familias aún mantienen este cultivo.
Las lluvias intensas, las granizadas, las heladas y las sequías prolongadas han alterado los ciclos de siembra y cosecha, reduciendo la producción y poniendo en riesgo la seguridad alimentaria de las familias. Aunque estos fenómenos son cada vez más anunciados y previstos por los sistemas de alerta, la capacidad de respuesta comunitaria sigue siendo limitada, lo que deja a los uru chipayas en una situación de alta vulnerabilidad frente al cambio climático.
Según datos de la GAIOC Uru Chipaya, en 2024 se perdió el 50% de las hectáreas destinadas a la producción de alimentos debido a la sequía, heladas e inundaciones. Además, se registró que por estos dos primeros fenómenos murió el 20% de las crías de ovejas.
A esto se suman las fuertes lluvias de inicios de este año, que provocaron el desborde del río Lauca y afectaron a unas 400 familias, dejándolas incomunicadas y con cultivos de quinua dañados.
Felipe explica que, en promedio, cada familia trabaja media hectárea con cultivos de papa, quinua y cañahua. En el caso de la papa, suelen sembrar alrededor de dos arrobas de semilla, con la expectativa de obtener entre dos y cuatro quintales en la cosecha. Sin embargo, siempre enfrentan el riesgo de que el rendimiento sea menor o incluso de perderlo todo a causa de la crisis climática.
El técnico de la GAIOC afirma que la quinua es el principal sostén económico y que también resulta vulnerable a los efectos del cambio climático: de un rendimiento normal de cuatro a 12 quintales, en años secos apenas llega a dos, lo que deja a las familias sin excedentes para el mercado.
Las pérdidas de cultivos a causa de la crisis climática es una preocupación para la GAIOC Uru Chipaya, pues considera que está en riesgo la seguridad alimentaria de la población. Así lo demuestra la muerte de un niño por desnutrición registrada este año, detalla Felipe.
En este contexto y pese a la crisis climática, las familias de la Nación Uru Chipaya continúan produciendo la papa luk’i, un cultivo nativo que resiste las condiciones más adversas y que les permite tener, al menos, chuño para su alimentación.
Esta investigación fue realizada en el marco del VI Fondo de apoyo periodístico “Crisis Climática 2025”, que impulsan la Plataforma Boliviana Frente al Cambio Climático (PBFCC) y Fundación Para el Periodismo (FPP).
BD/