Brújula Digital|27|03|25|
Mirna Quezada
Conocí a Alicia Tovar Loayza hace muchos años, cuando junto a Jaime Terán Lonsdale (James) buscábamos personas mayores para posar en el afiche del Bonosol, un beneficio que luego se convertiría en la Renta Dignidad. La encontramos en la calle Comercio de La Paz, vendiendo golosinas y pañuelos de papel. Desde el primer momento, nos sorprendió su buen humor y su disposición para colaborar. James sacó unas fotografías hermosas y ella con paciencia posó decenas de veces.
Alicia había vivido por más de 30 años en el Hogar María Esther Quevedo, un centro de acogida para adultos mayores en la ciudad de La Paz, Bolivia. En 2014, con más de 108 años, era una de las residentes más longevas y antiguas del hogar (según datos de algunos medios de comunicación). A pesar de sus problemas de visión, se mantenía lúcida y llena de energía.
Su historia era conmovedora. Fue esposa de Jesús Bermúdez, el legendario arquero boliviano cuyo nombre lleva un estadio en Oruro. Tras la muerte de su esposo, se trasladó a La Paz con la esperanza de reencontrarse con su único hijo, Jesús Bermúdez, quien vivía en Argentina. Pasaron muchos años sin noticias de él, hasta que en 2014, gracias a una nota publicada en El Diario, sus familiares en Argentina, incluida su nieta Silvia Vilma Bermúdez, pudieron contactarla.
Alicia solía decir que se sentía sola y abandonada, aunque el personal del hogar aseguraba lo contrario. Lo cierto es que, aunque recibía comida, ésta nunca variaba, entonces prefería salir a la calle a vender algunas cositas y olvidarse del asunto. Doña Alicia también denunció maltratos y discriminación dentro del hogar, mencionando que incluso se les obligaba a limpiar los baños, algo impensable a su edad.
Con el tiempo, desarrollé un gran cariño por ella. Inspirada por el programa de Lucía Sauma en una radio de La Paz “Adopta un abuelo o una abuela” decidí adoptarla simbólicamente. Durante años, la visité llevándole alimentos y ropa para abrigarse. Mi mamá, que estaba delicada de salud, deseaba conocerla, pero nunca logré obtener un permiso para que ese encuentro se diera.
Lo que más me marcó de Alicia fue su ternura. Siempre me recibía con una sonrisa, con palabras dulces y un cariño incondicional que me hizo sentir como si fuera su nieta. Era muy distinta a mis propias abuelas, quienes, aunque fueron mujeres trabajadoras eran demasiado estrictas con sus hijos y nietos. Alicia, en cambio, tenía una ternura y una calidez que me abrazaban en cada visita, como si el amor que no pudo dar a su propia familia lo repartiera entre quienes la rodeábamos.
Alicia no era sólo una anciana en un hogar de acogida; era una mujer fuerte, con una historia marcada por luchas y esperanzas. Recuerdo una visita especial que hicimos junto a quien fue mi jefe en la SPVS, don Juan Javier Zeballos. Al salir, visiblemente conmovido (porque era una persona de enorme calidad humana) y con los ojos llenos de lágrimas, me dijo con un nudo en la voz: "Nunca quiero morir solo en un asilo". No habló más hasta llegar a la oficina. Sus palabras reflejaban el impacto profundo que Alicia dejaba en quienes la conocían, recordándonos lo valioso que es el cariño y la compañía en la vejez.
Para mí, Alicia siempre será mi abuelita del corazón, esa que con su amor y ternura me enseñó que a veces la familia se elige y que el cariño sincero puede llenar cualquier vacío.’
Mirna Quezada es comunicadora social.