La independencia de Bolivia (1809-1825) fue una guerra civil más que un enfrentamiento entre patriotas y realistas. Los civiles sufrieron reclutamientos forzados, saqueos y violencia. Ambos bandos tenían tropas mixtas, con líderes cambiantes.
Brújula Digital|13|03|25|
Roberto Laserna
El periodo comprendido entre el 25 de mayo de 1809 y el 6 de agosto de 1825 forma el capítulo “guerra de la independencia” en nuestros libros de historia. Suele relatarse como una sucesión de hechos heroicos y batallas desiguales, en las que se enfrentaban los americanos (patriotas insurgentes) contra el Ejército de la monarquía. Muy rara vez se lo describe como lo que en realidad fue: una guerra civil. El libro “Historia de Bolivia. Miradas plurales” que editó la Coordinadora de Historia de La Paz es una excepción, ya que en el capítulo correspondiente identifica de aquel modo al menos una parte de ese periodo.
Lo primero que habría que destacar es que prácticamente no existía un Ejército de ocupación, como parecen sugerirlo los manuales escolares. Para 1809 llevábamos 250 años de desarrollo institucional como parte del imperio hispánico y todavía hoy, en sus huellas arquitectónicas, podemos encontrar muchas iglesias, universidades, conventos y edificios administrativos, pero muy pocos cuarteles y apenas algunas fortalezas en los puertos principales. En la mayor parte del territorio americano el gobierno estaba a cargo de letrados y tribunales, como en la Audiencia de Charcas. Los virreyes y gobernadores tenían bajo su mando pequeñas milicias manejadas por oficiales militares experimentados.
Ese orden se resquebrajó con la “modernización” que se trató de imponer a fines del Siglo 18 en las llamadas reformas borbónicas, pero, sobre todo, fue roto con la invasión napoleónica de 1808. La abdicación de Carlos IV, primero, y la detención de Fernando VII, después, debilitaron la legitimidad de todo el sistema. En la confusión, nadie parecía tener clara la manera de mantener el principio de autoridad ni en la península ni en América. O de restablecerlo, cuando era puesto en duda por la acción grupal.
A lo largo de esos años encontramos que la mayoría de las acciones guerreras en América fueron desempeñadas por civiles, con frecuencia forzados a tomar posición mediante la amenaza. La cercanía de grupos armados generaba tanto miedo en pueblos y ciudades que sus habitantes casi siempre negociaban la rendición y los hospedaban con la esperanza de que pronto siguieran viaje. Así, como en toda guerra civil, la población trataba de reducir los daños apoyando a quienes mayor amenaza representaban para sus vidas y haciendas, o repudiando a quienes podían atraerles represalias.
Después del 16 de julio de 1809, en La Paz sucedió el 29 de enero de 1810, cuando ejecutan a Murillo en plaza pública. En 1811 y 1812 esa ciudad sufrió un cerco prolongado por parte de las fuerzas insurgentes, el cual incluyó saqueos, asesinatos e incendios. La ciudad de La Plata o Chuquisaca se libró de la violencia organizando fiestas callejeras para los sucesivos grupos armados que llegaban a ella, cualquiera fuera su bando. Oruro festejó a las fuerzas de Castelli a su paso hacia el altiplano, pero las rechazó violentamente cuando buscaron refugio luego de haber sido derrotadas por Goyeneche. Potosí fue un escenario permanente de batallas por el control de las minas y la Casa de la Moneda. En ambos bandos se recurría al reclutamiento forzado y las fuerzas irregulares saqueaban lo que podían para sufragar sus gastos. No hay historias ni testimonios guardados sobre el sufrimiento de los civiles por esta zozobra constante y la violencia consecuente, y mucho menos se contabilizaron las pérdidas.
Los mismos jefes militares cambiaban de bando, comenzando por San Martín, Bolívar y Sucre, continuando con Andrés de Santa Cruz, Agustín Gamarra, Pedro Blanco, Antonio Álvarez de Arenales y muchos más. Los cabecillas de la guerrilla de Ayopaya: Eusebio Lira y José Manuel Chinchilla, fueron asesinados por la espalda por sus mismos partidarios, luego de haber ofrecido apoyo a unos y a otros. En las tropas patriotas había ingleses, irlandeses y franceses y en las realistas gran parte de la tropa era indígena, que tuvo incluso comandantes reconocidos como Pumacawa y Choquewanca.
Es decir, lejos de haber sido una guerra que enfrentó a dos ejércitos claramente definidos, fue un periodo de escaramuzas violentas y confusas que obligaban a la población civil a sumarse a uno u otro bando para eludir la muerte y el saqueo, que de todos modos ocurrieron en incontables casos. La idea de la separación de España y la creación de nuevos estados fue surgiendo lentamente en torno a una idea de patria que era a la vez muy concreta y muy vaga. Muy concreta porque se refería al entorno local inmediato, y muy vaga porque no tenía una referencia política e institucional. Se decantó al final debido a la victoria militar más que a los argumentos políticos, no sin que en ella intervinieran fuerzas y recursos ajenos a las sociedades en conflicto.
Es posible que la escasez de fuentes haya hecho que el relato de nuestra historia se mantenga centrado en caudillos, regimientos, guerrillas y combates, con muy pocas referencias a la vida cotidiana de campesinos, artesanos o comerciantes que vivieron y sufrieron esos hechos. Pero es importante luchar contra ese olvido para apreciar la real dimensión de la independencia y comprender por qué, además de los efectos económicos que dejó, con la destrucción de capacidades productivas, también dejó graves vacíos institucionales que fueron ocupados, por décadas, y como suele suceder en toda guerra civil, por militares y caudillos aventureros. Ignorar esa parte de la historia no ha borrado los traumas ni sus consecuencias.