Según el viceministro de Defensa Civil, Juan Carlos Calvimontes, hasta mediados de junio se detectaron nueve focos de calor: seis en Santa Cruz, uno en Pando, uno en Beni y otro en Tarija.
Brújula Digital | 03 | 07 | 25
Mirna Quezada Siles
En junio de 2025, Bolivia enfrentó nuevamente la llegada de San Juan bajo un clima de alerta y restricciones, marcado por la preocupación de autoridades y gran parte de la población ante el inicio adelantado de la temporada de chaqueos, que tradicionalmente iniciaban entre julio y agosto. En esta oportunidad, la quema comenzó a evidenciarse desde mayo y junio, situación que incrementó el riesgo de incendios.
Según el viceministro de Defensa Civil, Juan Carlos Calvimontes, hasta mediados de junio se detectaron nueve focos de calor: seis en Santa Cruz, uno en Pando, uno en Beni y otro en Tarija. Esta cifra, aún baja en comparación con los picos de años anteriores, obligó al gobierno a activar una alerta temprana para prevenir incendios forestales de magnitud, en un contexto en el que la sequía y las heladas aún persisten en varias regiones del país.
El 2024 fue catalogado por expertos y organizaciones ambientales como el peor año en la historia reciente de Bolivia. Las cifras oficiales preliminares reportan que entre 9,8 y 12 millones de hectáreas fueron arrasadas por el fuego, principalmente en Santa Cruz. La Fundación Tierra estima que la cifra de tierras arrasadas por el fuego podría acercarse a los 13 millones de hectáreas.
Por si fuera poco, la emergencia ambiental se extendió desde junio hasta octubre, afectando gravemente a la Chiquitanía, Pantanal y la Amazonía boliviana. El desastre provocó la declaración de emergencia nacional y dejó secuelas profundas. Muchas comunidades indígenas quedaron aisladas, mientras que la fauna silvestre fue diezmada y se enfrentaron pérdidas incalculables para el sector productivo y la salud pública.
Lamentablemente, el trasfondo de esta crisis ambiental está relacionado con un marco normativo que, durante años, facilitó la expansión de la frontera agrícola mediante desmontes y quemas. Entre las normas más cuestionadas se encuentra la Ley 741, que permite el desmonte de hasta 20 hectáreas para pequeñas propiedades y comunidades, y que ha sido considerada por legisladores y expertos como una de las normas más “incendiarias”.
En septiembre de 2024, la Cámara de Senadores aprobó la abrogación de la Ley 741, así como de la Ley 1171 y la Ley 337, enviando la norma abrogatoria a la Cámara de Diputados para su sanción definitiva. Sin embargo, sectores productivos y legisladores de oposición señalaron que la eliminación de estas leyes podría tener un impacto limitado si no se acompaña con una nueva regulación efectiva y de mayor control estatal, lo cual –está por demás decir– no existe.
En respuesta a la magnitud de los incendios y a la presión social, el gobierno endureció –al fin– las sanciones por quemas ilegales. A partir de agosto de 2024, el Decreto Supremo 5203 elevó la multa máxima a Bs 2.459 por hectárea quemada ilegalmente, reemplazando la sanción anterior de apenas 0,20 dólares por hectárea. Esta medida fue presentada como un intento de frenar la impunidad y desincentivar el uso del fuego como herramienta productiva, aunque su aplicación efectiva aún enfrenta desafíos logísticos y de fiscalización.
En materia de apoyo internacional, se recibió ayuda de nueve países y de dos organismos internacionales para combatir los incendios forestales. Los países que enviaron asistencia son: Brasil, Chile, Venezuela, Francia, China, Japón, Egipto, Perú y Uruguay. La Unión Europea y Naciones Unidas también ofrecieron cooperación.
El auxilio incluyó brigadas de bomberos forestales, la presencia de expertos en gestión de riesgos, equipos pesados, drones, aviones cisterna, helicópteros, ayuda humanitaria y equipamiento para el personal damnificado y recursos económicos. Por ejemplo, Brasil envió 60 bomberos y especialistas; Chile, expertos de la Corporación Nacional Forestal (CONAF); Venezuela, 61 bomberos y drones; Francia comprometió 82 bomberos especializados; y China ofreció asistencia financiera equivalente a unos 50 mil dólares.
Perú envió un avión Hércules C-130H con el sistema contra incendios Guardián y Uruguay un helicóptero con bolsas de agua. Además, la Unión Europea y Naciones Unidas coordinaron la entrega de aeronaves, equipamiento y kits de alimentos para los bomberos y las poblaciones afectadas.
La llegada de la ayuda internacional se produjo a partir de la segunda semana de septiembre, tras la declaración de emergencia nacional por parte del gobierno boliviano, aunque las gestiones para la cooperación comenzaron en agosto. Esta declaración fue considerada por muchos sectores como tardía, ya que los primeros incendios se reportaron en junio, y para septiembre ya se habían quemado más de 4 millones de hectáreas.
Diversos medios y representantes políticos criticaron al gobierno por la demora en solicitar ayuda internacional, señalando que la falta de reacción oportuna agravó la situación y permitió que el fuego arrasara grandes extensiones de bosque y biodiversidad. La presión política y social fue determinante para que finalmente se declarara la emergencia nacional.
Trabajo de los bomberos
En tierra, el trabajo de respuesta recayó en gran medida sobre los bomberos locales, verdaderos héroes sin capa que sacrifican su salud e incluso su vida para proteger a la población. La Dirección Departamental de Bomberos Antofagasta, con base en La Paz, fue una de las unidades más activas durante la emergencia de 2024. En una entrevista con la Brújula Digital, detallaron que aplicaron técnicas de combate directo contra el fuego y utilizaron material especializado para el control de las llamas.
A pesar de la magnitud del incendio, la unidad no descuidó su labor habitual en la atención de emergencias en las zonas urbanas y locales (rescates, accidentes, atención prehospitalaria y manejo de explosivos). “Nos organizamos en patrullas de entre 5 y 7 efectivos, desplegando hasta tres patrullas, según la gravedad de la emergencia. A medida que avanzaba el incendio, rotábamos al personal para no dejar otras áreas desatendidas”, explicaron.
Además, aclararon que, aunque recibieron donaciones de insumos por parte de instituciones y personas de la población, no hubo una coordinación formal con organismos internacionales para apoyo directo. Una de las mayores limitaciones que enfrentaron fue la falta de tecnología avanzada. “No contábamos con drones ni acceso a imágenes satelitales, lo que dificultó mucho la detección y monitoreo de los incendios”, afirmaron.
Sobre la preparación general del país para este tipo de desastres, fueron enfáticos: “En Bolivia, el tema de prevención está muy descuidado. La mayoría de nuestras respuestas son reactivas. Esperamos que pasen las cosas para recién actuar. Por eso consideramos que Bolivia no está preparada para combatir incendios forestales de esta magnitud”.
Entre las medidas preparatorias que lograron implementar destacaron algunas capacitaciones al personal que –reconocieron– son insuficientes frente a la escala del problema. Como lección principal tras 2024, mencionaron que el cambio más importante fue mejorar e incrementar los esfuerzos de prevención. Sin embargo, remarcaron que para estar realmente competentes es urgente contar con equipo actualizado y tecnología adecuada para enfrentar este tipo de incidentes.
Acciones oportunas siempre
En junio de 2025, el gobierno presentó el Plan contra incendios 2025, que identifica a 84 municipios en riesgo de incendios forestales: 47 de alto riesgo, 20 de riesgo medio y 17 de bajo riesgo. El plan propone una estrategia integral basada en la prevención, el control, la restauración de ecosistemas afectados y la coordinación entre el Estado, los municipios, organizaciones civiles y actores internacionales. El objetivo es reducir la ocurrencia de incendios forestales y fortalecer la capacidad de respuesta institucional y comunitaria.
A pesar de estos avances, la experiencia de los últimos años demuestra que la prevención sigue siendo el eslabón más débil de la gestión ambiental en Bolivia. Expertos coinciden en que la mayoría de las respuestas a los incendios han sido tardías y que la falta de tecnología, equipamiento y capacitación limita la capacidad de enfrentar emergencias de gran magnitud.
El desafío para los próximos años será consolidar una política ambiental preventiva, con sanciones efectivas y una regulación que priorice la vida, los bosques y la salud pública por encima de los intereses extractivistas y agroindustriales.
El país tiene hoy una oportunidad histórica. Las elecciones del 17 de agosto representan mucho más que un cambio de autoridades, porque pueden marcar el inicio de una transformación real al optarse por un modelo que reproduce incendios cada año o construirse un futuro que respete los ecosistemas, la biodiversidad y los derechos de las comunidades.
Derogar leyes incendiarias es apenas el inicio. Hace falta transformar el sistema productivo, garantizar transparencia en las decisiones y asumir una política ambiental seria y sostenida.
Mientras tanto, el humo sigue flotando sobre los valles, el oriente y la Amazonía boliviana. El fuego no solo quema árboles, animales y casas. También calcina la posibilidad de un futuro digno para las próximas generaciones. Y si no se actúa con firmeza, la próxima vez –porque sí habrá próxima vez, con seguridad– puede que ya no quede nada por salvar.