La Revolución de 1952 se ha convertido en un mito fundacional casi sagrado para el imaginario boliviano, aceptado por corrientes políticas diversas. Este mito persiste porque contribuye tanto a la identidad colectiva como a la legitimación de nuevas élites.
Brújula Digital|05|12|25|
H. C. F. Mansilla
Algunas personas se han molestado porque en un texto reciente critiqué uno de los mitos fundacionales de la Bolivia contemporánea, mito compartido por casi todas las corrientes del espectro político-ideológico. La continuidad a través del tiempo y el carácter casi sagrado de esta gran leyenda constituyen lo revelador del sentido común que los bolivianos han desarrollado para comprender su país. La Revolución Nacional de 1952 (obligatoriamente con mayúsculas) es defendida y enaltecida, tanto por socialistas y nacionalistas, como por representantes de posiciones conservadoras. Siguiendo a un liberal racionalista, como fue el hoy olvidado Guillermo Francovich, sostengo que en el ámbito de la mentalidad colectiva existen mitos profundos, aceptados por una mayoría de la población porque consolidan, por una parte, la identidad nacional colectiva, y por otra, los intereses específicos de las nuevas clases altas.
La visión de un importante acontecimiento político como “un punto de quiebre histórico” es algo muy respetable, pero también es necesario considerar las continuidades del desarrollo social. Después de todo, los humanos no modificamos todas nuestras normas de orientación y nuestros prejuicios profundos a causa de una revolución. Lo ocurrido en la Santa Rusia en los últimos cien años es una muestra elocuente de ello. Pensadores respetables como Nicolás Maquiavelo, Thomas Hobbes, Alexis de Tocqueville, Max Weber y Octavio Paz han analizado la persistencia de pautas tradicionales de comportamiento – precisamente las menos racionales – en medio y después de graves alteraciones del orden social.
Un ejemplo de ello es Bolivia: en el oriente y también en el occidente los estratos privilegiados de las últimas décadas se han conformado mediante el ascenso de clases medias, favorecidas por la Revolución Nacional y por los regímenes populistas concomitantes. La sucesión de distintas élites es lo habitual en la historia. Pero lo lamentable del caso boliviano es que las clases altas contemporáneas no han aprendido todavía a ejercer una función de ejemplaridad con respecto al resto de la sociedad. Este fue uno de los pecados capitales de la Revolución Nacional, cuya capa dirigente – miope, violenta y egoísta – se consagró con denuedo a la corrupción, a la dilatación del aparato burocrático del Estado y a preservar la cultura del autoritarismo político.
También las élites tecnocráticas de nuestros días defienden sus intereses particulares, utilizando hábilmente la racionalidad instrumental, con auténtico talento y a menudo con remarcable éxito. Es bueno y legítimo que sostengan y resguarden sus intereses específicos, pero sería aconsejable que también reflexionen sobre el país que dejarán a sus descendientes. Preservan una visión cortoplacista del plano político y unos patrones de comportamiento marcadamente provincianos en los terrenos de la ética y la estética públicas. Se hallan muy lejos de acercarse a los valores y los méritos de Patiño y Aramayo en la primera mitad del siglo XX. Esta es una de las herencias genuinas de 1952.
Uno de mis críticos, Horacio Calvo –un brillante articulista y notable jurisconsulto–, asevera que yo tiendo a confundir “los excesos y deformaciones de un proyecto político con la negación total de sus logros”. Ese peligro existe, quien lo va a negar. La Reforma Agraria de 1953 alteró profundamente el régimen de propiedad rural en el occidente boliviano, pero no se aplicó en el oriente del país. No creo que los indicadores de producción y productividad en el altiplano y en los valles hayan mejorado sustancialmente como consecuencia directa de aquella medida revolucionaria. La tan publicitada Nacionalización de las Minas de 1952 no conllevó ningún incremento de los ingresos fiscales y no generó la tan celebrada “diversificación económica”, que se esperaba como efecto ineludible de esta reforma.
Con toda seguridad no se dieron los “progresos en educación y participación social”, que aduce con énfasis Horacio Calvo. La única reforma educativa que tuvo algún modesto éxito y un carácter racional-progresista fue la ejecutada por el Partido Liberal en 1909. Hasta hoy se percibe en el ámbito de las universidades una separación convencional entre ciencia (descuidada) y tecnología (imitada gustosamente). En el ámbito universitario boliviano faltan tres factores que son los fundamentos de la ciencia: el cuestionamiento crítico de lo preexistente, la universalidad del saber y el campo de la investigación. En general las universidades (en realidad: escuelas técnicas superiores) se consagran solo a las carreras que se traducen en réditos económicos y no en ganancias cognitivas. Este es también el legado de la Revolución Nacional.
Y en otros campos hay que mencionar lo siguiente. El derecho al voto fue ampliado antes de 1952, pues las mujeres ya pudieron votar en las elecciones municipales de 1947 y 1951. La Corporación Boliviana de Fomento (CBF) inició varios proyectos de infraestructura e industria que fueron inaugurados pomposamente después de 1952 como obras auténticas de la Revolución Nacional. Lo mismo pasó con la carretera Cochabamba-Santa Cruz y los ferrocarriles Santa Cruz-Corumbá y Santa Cruz-Yacuiba.
Mis críticos aseveran que no presento ejemplos de desarrollo exitoso en naciones que no han sufrido cambios drásticos como Bolivia. Existen países más o menos comparables a Bolivia que no tuvieron ninguna revolución similar a la nuestra y que, sin embargo, han alcanzado resultados nada despreciables, y todo esto sin crear y difundir el mito del indispensable paradigma revolucionario: Ecuador, Paraguay, Guatemala, República Dominicana, Marruecos, Senegal, Costa de Marfil, Botswana, Jordania y Omán, entre otros.
La carencia de una racionalidad global –la gran carencia de la Revolución Nacional– se nota hasta hoy en la temática ambiental, en el poco respeto real y cotidiano a los Derechos Humanos y a los derechos de terceros, en la persistencia de la cultura política del autoritarismo, en la fuerza intacta del machismo, en la fortaleza incólume de los códigos paralelos (o informales) de la vida social y en la carencia de una estrategia efectiva para racionalizar la justicia y los aparatos burocráticos del Estado.
El régimen instaurado en 1952 no produjo el porvenir luminoso y próspero que prometió y que muchos creyeron a causa del infantilismo de una población carente de un espíritu racionalista, cosa que no se origina en un ambiente colectivo que privilegia las emociones intensas, las creencias superficiales, los prejuicios de vieja data y los mitos colectivos.
H. C. F. Mansilla es filósofo y cientista político.