Reconocer las sombras de ese proceso es una obligación intelectual. Negar sus luces es, simplemente, una injusticia histórica. Y en ese exceso, lamentablemente, se incurre una vez más.
Brújula Digital|02|12|2025|
Horacio Calvo
En su reciente columna, H. C. F. Mansilla sostiene que la Revolución Nacional de 1952 ha sido “sobredimensionada”, “innecesaria y superflua”, que sus efectos modernizadores fueron modestos y que, en el fondo, los avances producidos por ese proceso habrían ocurrido “tarde o temprano”, incluso bajo las élites conservadoras que gobernaron Bolivia durante décadas.
El argumento, formulado con el tono pesimista, que caracteriza buena parte de su obra, resulta provocador, pero adolece de un problema fundamental: confunde los excesos y deformaciones de un proyecto político con la negación total de sus logros, y termina desdibujando la complejidad histórica de uno de los momentos más decisivos del país.
La primera debilidad del artículo radica en su lógica dicotómica. Mansilla mezcla en un mismo paquete el prebendalismo, los déficits institucionales y el autoritarismo con los avances en educación, reforma agraria, participación social e integración territorial.
Esta mezcla conduce a una conclusión que no se sigue de las premisas: que la Revolución fue prescindible. Es una crítica maniquea que no distingue entre el proceso y sus desviaciones, como si fuera posible juzgar la historia sólo por sus sombras y no por sus luces.
La segunda falla es la ausencia total de comparación histórica seria. Afirma que los cambios que trajo la Revolución Nacional se habrían dado “igual o mejor” sin ese quiebre político. Pero no ofrece evidencia ni ejemplos internacionales que respalden esa tesis.
América Latina está llena de países en los que, sin un proceso equivalente de ruptura, las élites se aferraron por décadas a estructuras agrarias injustas, a un orden racial excluyente y a sistemas educativos casi inexistentes fuera de los centros urbanos.
En el caso boliviano, las élites tradicionales habían mostrado una resistencia férrea a reformas sustantivas. Pretender que hubieran impulsado voluntariamente las transformaciones de 1952 es desconocer la historia y sus inercias.
En tercer lugar, Mansilla reduce los logros estructurales a “modernización superficial”. Pero la ampliación masiva del acceso a la educación, la redistribución de tierras y la ruptura parcial del orden oligárquico no fueron meros detalles cosméticos.
Se trató de cambios que alteraron de manera profunda la relación del Estado con la sociedad rural, la economía campesina y la composición del espacio público. Que esos avances no hayan sido suficientes (o que hayan sido luego corroídos por caudillismos o clientelismos) no anula su significado.
De lo contrario, habría que concluir que ningún proceso reformista merece reconocimiento si no produce una modernidad perfecta y sin contradicciones.
Otro punto problemático del artículo es su tratamiento del “mito nacional-popular”. En vez de examinar cómo las narrativas fundacionales ayudan o distorsionan la memoria colectiva, Mansilla utiliza ese concepto como herramienta para invalidar toda la experiencia reformista del MNR.
En su planteamiento, la existencia misma de un relato nacional-popular sería prueba suficiente de que el proceso fue engañoso, autoritario y perjudicial. Pero esa interpretación es ideológica, no histórica. Confunde el análisis de un mito con la negación del acontecimiento que lo originó.
Finalmente, el artículo peca de absolutismo moral. Señalar que la Revolución tuvo rasgos autoritarios es válido y necesario; denunciar que dio pie a redes de prebendas o corporativismos, también.
Pero convertir esos elementos en la explicación total del proceso implica un sesgo que no admite complejidades. La historia no funciona así. Ninguna ruptura modernizadora, desde México hasta Turquía, desde Corea del Sur hasta Japón, estuvo exenta de tensiones, abusos o contradicciones. La madurez del análisis histórico consiste precisamente en comprender esa mezcla inevitable de progreso y conflicto.
La Revolución Nacional de 1952 no fue un paraíso, ni un triunfo moral absoluto, ni la consolidación de una modernidad plena. Pero sí fue un punto de quiebre real en la historia de Bolivia. Transformó la estructura agraria, expandió la educación, alteró la composición del Estado e inició procesos sociales que, con todos sus límites, no habrían surgido espontáneamente bajo las élites conservadoras previas.