Bolivia se dispone a una nueva colación política sobre una mesa movediza: algunos comensales llegan con hambre de reconciliación, otros la simulan; también los hay portadores de apetitos de revancha.
Brújula Digital|17|11|25|
Mauricio Antezana Villegas
“Comer juntos, más que cazar o rezar juntos, fue el acto que transformó a los humanos en sociedad.” (Yuval Noah Harari, Sapiens)
De los actos celebratorios que trazan la historia humana, pocos son tan constantes y significativos como comer juntos: la comensalidad. Desde las primeras fogatas tribales hasta las mesas diplomáticas contemporáneas, sentarse a compartir el pan ha sido una de las formas más hondas de comunión. Comer con otros significa conocerse y, sobre todo, reconocer al otro como alguien con quien es posible –y, a veces, deseable– compartir la vida.
Hay quienes, radicales, juzgan el acto de comer como grotesco, indecoroso. Para ellos, la comida en común debiera cancelarse. A su pesar, el rito del comer juntos ha persistido: la comensalidad es el modo más antiguo de civilización. Claude Lévi-Strauss sostenía que cocinar es transformar la naturaleza en cultura: lo crudo, al volverse cocido, se vuelve humano. Y lo humano, cuando se sienta a la mesa, se vuelve político.
Las culturas precoloniales americanas lo entendieron antes que cualquier tratado culinario: en la mankha thakhi aymara o la ayni mikuna quechua, la comida común no es mera alimentación colectiva, sino acto supremo de reciprocidad. Cada plato compartido es una ofrenda. En otros confines, la tradición cristiana consagró la cena como símbolo divino del vínculo humano: la Última Cena, por ejemplo, en la que pan y vino se transforman en cuerpo y sangre compartidos, instituye la confianza recíproca.
En nuestra modernidad, la glamorosa industria gastronómica global ofrece banquetes para toda ocasión: bodas, inauguraciones, aniversarios, investiduras. Comemos para celebrar, pero también para demostrar que seguimos perteneciendo a una mesa común.
Con todo, la comida en común es contingente. Supone acopios, mezclas, recetas probadas y refinamientos, disposición de vajillas y reglas de etiqueta que marcan jerarquías y disciplinan los apetitos. Lo que parece espontáneo es, en realidad, un sistema. Por eso toda mesa necesita orden y cierta gobernanza invisible que impida que el banquete pierda gobernabilidad y resulte en desaguisado.
Gobernar, escribió Max Weber, es “una lenta perforación de duras tablas con pasión y mesura”. Podría decirse también que es una lenta cocción: saber cuándo remover, cuándo esperar, cuándo bajar el fuego. Dicho en lenguaje de mantel: la gobernanza es cocinar juntos sin que la sopa se queme ni los cocineros se den de topes.
La gobernabilidad, en cambio, comienza cuando los platos llegan a la mesa. El PNUD la define como “la capacidad efectiva de las instituciones políticas para mantener la estabilidad, garantizar la eficacia de las decisiones y conservar la legitimidad democrática”. Fukuyama advertía: “Sin gobernabilidad, las instituciones son incapaces de ejecutar las políticas acordadas, por más legítimo que sea el consenso que las sostiene”. En otras palabras: la gobernanza es cocinar sin quemar el guiso; la gobernabilidad, comer sin destruir la mesa.
En toda comida hay siempre una amenaza latente: el desorden. Por eso la etiqueta podría ser vista como la primera forma de política. Comer implica observar reglas tácitas que hacen posible la convivencia. ¿Qué sucedería si esas normas se rompen?
Imaginemos una cena diplomática. Todo fluye con decoro hasta que un invitado –proveniente de una cultura donde eructar es signo de gratitud– lanza un sonoro homenaje intestinal. En su país sería cortesía; aquí, afrenta. En otra mesa, un ministro sufre arcadas al probar un bocado desconocido y dudoso, el orden se descompone. ¿Quién gobierna: el cuerpo o el reglamento? La política no es distinta. Cuando la gobernanza se fractura y la gobernabilidad se erosiona, el banquete se arrebata: los platos vuelan, las copas se quiebran, las sillas se desencajan. El Estado deviene muchedumbre tumultuosa.
En América Latina, esa mesa compartida que llamamos Estado suele estar servida sobre un mantel chamuscado. Las recetas abundan, los ingredientes escasean, los cocineros se multiplican y las hornallas están intimidadas. En Bolivia, la metáfora alcanza densidad particular.
Durante veinte años de un discurso hegemónico de reparaciones inclusivas que dese su origen fue sólo impostura, el régimen se regaló un festín de jerarquías y privilegios herméticos, saturando la mesa de sobreabundancia hasta enfermar de su propia gula. Se dieron a la autofagia sin advertirlo y, cuando lo notaron, lo hicieron con mayor obcecación y furia digestiva hasta que llegó una implosión monumental: corrupción sistémica y colapso institucional, dejando al oficialismo hoy reducido a dos representantes nacionales, testigos anémicos de su empacho (el síndrome de la hibris). Pero, a no llamarse a engaño, su ciclo no ha cesado y su potencia, hoy encubierta, late por mostrarse de nuevo y puede hacerlo intempestivamente.
Entretanto, Bolivia se dispone a una nueva colación política sobre una mesa movediza: algunos comensales llegan con hambre de reconciliación, otros la simulan; también los hay portadores de apetitos de revancha. Las preguntas son si habrá pan, y si lo hay, si querremos compartirlo o haremos como el perro del hortelano: no comeremos ni dejaremos comer. El equilibrio es, pues, frágil: una pizca más de sal –o un gramo menos– podría desencadenar reacciones indeseables. La mezcla oscila entre hervor y languidez, sabor y acidez. No necesariamente anuncia ruptura, pero sí una posible deriva hacia la inestabilidad y la insostenibilidad política.
No hay por qué felicitarse ni felicitarlos por el cumplimiento de su deber, pero debe decirse que al estilo boliviano, hecho a la suspicacia y a la adversidad, ha sorprendido gratamente que el Tribunal Supremo Electoral haya llevado a cabo elecciones correctas. Empero, con esa acción, ¿se despejó nuestra duda metódica: esa desconfianza ancestral que impide creer en el otro porque no creemos del todo en nosotros mismos?
Bolivia –como toda sociedad plural– enfrenta la fragilidad de cocinar en conjunto cuidando que los hervores no se desborden. Al gobierno que nace le conviene preparar bien los platos y la mesa: reanclar la política al Estado de derecho, promulgar decretos urgentes, reformar la Constitución en el mejor interés público, aprobar leyes que amplíen el mantel para todos los comensales. La comensalidad democrática exige inclusión, equilibrio y respeto: armonía que solo se logrará si cada actor sabe cuándo hablar, cuándo callar y cuándo pasar el pan.
En política, como en la mesa, el problema no es necesariamente la falta de ingredientes sino su gestión: cuando es auténtica se revela como arte del fuego, del buen comer y, al mismo tiempo, de la conversa respetuosa: saber cocinar sin quemar y comer sin devorar. Octavio Paz lo dijo: “Toda convivencia es una tensión entre el amor y la autoridad, entre la libertad y el orden”. Como el amor, es un pacto de confianza. Cuando sobrevienen dudas sobre el otro y sobre nosotros mismos, la pasión se resquebraja, la fe se pierde, la sospecha se instala y de ahí a la relación tóxica es solo cuestión de tiempo. También ocurre en finanzas: cuando se empieza a dudar del sistema, éste ya se desportilla. Así también con la política: cuando la confianza se quiebra, la comida se agria y torna revulsiva.
Mauricio Antezana Villegas es docente universitario.