En última instancia, gobernar hoy Bolivia no consiste en ofrecer milagros, sino en devolver realismo, orden y propósito. Y ese es, quizás, el acto más revolucionario de todos, habida cuenta de los tiempos que corren.
Brújula Digital|28|10|25|
Horacio Calvo
Rodrigo Paz Pereira llega al poder con una victoria que, más que rotunda, es sintomática: Bolivia no lo eligió por entusiasmo, sino por agotamiento y descarte. Su triunfo expresa menos una adhesión fervorosa que un hartazgo nacional. El país votó para cerrar un ciclo, no necesariamente para abrir otro.
Durante casi dos décadas, el Movimiento al Socialismo (MAS) gobernó bajo la sombra omnipresente de Evo Morales. Su proyecto se fundó en un consenso redistributivo, sustentado en las rentas del gas y en la centralización del poder. Aquella fórmula con un Estado fuerte, gasto expansivo, discurso popular, se derrumbó junto con las reservas fiscales. Lo que queda es una estructura desgastada, incapaz de sostener su propio relato.
En ese vacío, Rodrigo Paz encontró su oportunidad. Pero su victoria, aunque legítima, no implica hegemonía. Su apoyo proviene de un mosaico de descontentos: partes de la clase media urbana agobiada por la inflación, sectores rurales, en muchos casos, desorientados, jóvenes sin horizonte económico y una derecha (Jorge Tuto Quiroga) que no fue capaz de seducir a tiempo a más electorado, junto con un voto huérfano del MAS que aún no se reconoce del todo en el nuevo liderazgo pero que sabe lo que no quiere. En suma, un país que votó “en contra” más que “a favor”.
Ese matiz marcará el destino de sus primeros cien días; el escenario económico será el que dé muestras de qué está hecho el nuevo presidente.
Bolivia enfrenta su peor situación macroeconómica desde el comienzo del siglo XXI. Las reservas internacionales bordean el mínimo histórico; el déficit fiscal supera los dos dígitos; la inflación erosiona los salarios y el tipo de cambio fijo y oficial ya no es más que un recuerdo de otros tiempos. A esto se suma el colapso del modelo de subsidios generalizados, especialmente al combustible, que durante años sirvió como ancla social y herramienta política. Mantenerlos resulta insostenible: representan más del 4 % del PIB y distorsionan todo el sistema productivo. Pero eliminarlos de golpe puede ser políticamente suicida.
Paz hereda, pues, un país en el que el margen de maniobra es mínimo. El Estado está fiscalmente exhausto y la sociedad, emocionalmente saturada. Las expectativas son altas, pero los recursos son escasos. Esa combinación es explosiva en cualquier democracia. Su desafío central será devolver credibilidad a la gestión pública. La economía boliviana no colapsó por falta de diagnósticos, sino por el exceso de ficción: durante años se fingió que la bonanza era eterna. La nueva administración no tiene el lujo de seguir mintiendo. Deberá decir la verdad, incluso cuando duela.
Y en esa línea, la primera gran prueba del gobierno de Paz será evidentemente económica. ¿Ajuste rápido o transición gradual?
Un ajuste ortodoxo (reducción inmediata del gasto, eliminación de subsidios, flotación del tipo de cambio) estabilizaría las cuentas, pero provocaría un impacto social inmediato: inflación transitoria, caída del consumo y protestas. En un país con memoria de “gasolinazos” fallidos, ese riesgo es altísimo.
Por otro lado, una estrategia gradual requeriría financiamiento externo, negociación con organismos internacionales y una capacidad técnica que el Estado boliviano hoy no tiene consolidada. Además, los acreedores internacionales pedirán lo que siempre piden: credibilidad política y coherencia fiscal.
Paz parece inclinado a una fórmula intermedia, lo que él mismo ha definido como “capitalismo para todos”: apertura económica, inversión privada, pero con una red mínima de protección social. Su idea, llamativa por donde se mire, necesita detalles. Sin ellos, puede convertirse en simple retórica.
Los primeros cien días deben mostrar señales tangibles: una hoja de ruta clara, un calendario de reformas, un plan de emergencia para garantizar combustibles y alimentos y una política de transparencia que rompa con la opacidad del MAS. No basta con anunciar un cambio; hay que hacerlo creíble y pronto porque, aunque derrotado electoralmente, Evo Morales sigue siendo el gran condicionante del presente y del futuro político boliviano.
Su figura no desaparece con la derrota, se transforma en mito, para muchos, en referencia obligada, en antagonista simbólico. Ningún líder en la historia reciente del país ha logrado estructurar tanto poder desde la marginalidad.
El MAS conserva una presencia territorial y, sobre todo, sindical significativa. Sus cuadros siguen dominando estructuras municipales y organizaciones sociales. Morales, desde su atrincheramiento en Chimoré, intentará capitalizar cada error del nuevo gobierno, presentándose como defensor de los “traicionados”. Y lo hará a sabiendas de que buena parte del apoyo electoral de Paz proviene de ese voto huérfano del MAS. Evo Morales es una sombra que no se disipa.
Paz debe decidir pronto cómo enfrentar esa sombra. Si opta por la confrontación directa, corre el riesgo de revivir el ciclo de polarización que desgastó al país, pero deberá actuar con rapidez y firmeza y evitar que el evismo se reestructure de cara a las elecciones subnacionales de marzo de 2026. Si busca la conciliación, puede terminar absorbido por la lógica corporativa del MAS.
La tercera vía, gobernar por encima de ambos extremos, exige una estrategia precisa: dividir al viejo movimiento, tender puentes con las bases descontentas y aislar a su núcleo ideológico más duro. Una fineza en la acción política que dudo que tenga el nuevo gobierno.
El éxito dependerá de si logra desplazar el eje del debate nacional: dejar de hablar del pasado y comenzar a hablar del futuro, pero a partir de decisiones firmes y valientes como la de asegurar que Morales responda ante la justicia como cualquier otro ciudadano.
La Asamblea Legislativa será otro campo minado. Paz no cuenta con mayoría suficiente y necesitará construir alianzas caso por caso. En un escenario de fragmentación, esa tarea requiere más que habilidad política: exige claridad moral. Negociar no debe significar pactar impunidad ni reeditar la lógica clientelar que dominó la era del MAS. Si lo hace, traicionará el mandato de renovación que lo llevó al poder.
Su reto será institucionalizar el diálogo: convertir la necesidad de consenso en una virtud republicana. Podría, si actúa con inteligencia, transformar la debilidad aritmética en fortaleza moral: inaugurar un gobierno de acuerdos nacionales, un pacto transversal que priorice la estabilidad económica, la recuperación institucional y la lucha contra la corrupción.
En otras palabras, demostrar que la política puede volver a ser un espacio de construcción colectiva y no de reparto. Eso podría asegurarle a Paz bastante más tranquilidad y enviaría un mensaje que desmantele, en buena medida, los siempre activos intentos de tomar las calles. Porque en Bolivia, los gobiernos no se acaban en el Congreso, sino en la calle. Ningún cálculo institucional resiste un estallido social. Hoy la situación es muy compleja. Las organizaciones que antes orbitaban en torno al MAS (sindicatos, campesinos, cooperativistas) buscan un nuevo rumbo, pero conservan su capacidad de movilización.
Los primeros cien días serán cruciales para medir si el nuevo gobierno puede construir legitimidad social antes de que el descontento se reorganice. Deberá mantener abiertos los canales de diálogo y, sobre todo, comunicar con honestidad.
Si el ajuste es inevitable debe explicarse con pedagogía política: mostrar su sentido, sus plazos y sus compensaciones. Lo peor sería el silencio tecnocrático. Nada genera más rabia que la sensación de que las decisiones se toman a espaldas del pueblo. Paz necesita una narrativa que no suene a Excel, sino a país.
Pues, bien, todo cambio político tiene siempre una dimensión ética. La era del MAS no solo se desgastó por la economía, sino también por la corrupción, la mentira y la arrogancia del poder. Si Rodrigo Paz repite esos vicios, su gobierno será breve. En ese sentido, el rol del Vicepresidente Lara podría ser de utilidad o de todo lo opuesto: su carácter libre y sus propuestas populistas, pueden ser un peligro y una auténtica piedra en el zapato.
A modo de síntesis…
En política, los primeros cien días son una metáfora, el tiempo en que un gobierno define si será protagonista o rehén de su herencia.
Para Rodrigo Paz ese plazo será decisivo. Deberá mostrar dirección, carácter y propósito. Su tarea inmediata puede resumirse en tres frentes:
1. Recuperar la confianza económica mediante un plan claro, verificable y transparente.
2. Reafirmar la autoridad del Estado sin caer en el autoritarismo, pero haciendo que la justicia recupere credibilidad.
3. Reconstruir el pacto moral con la ciudadanía mediante un gobierno austero, ético y comunicativo.
Bolivia cierra un ciclo. El país que alguna vez creyó en la agenda del evismo ahora busca una normalidad que funcione. Pero la historia no regala segundas oportunidades. Si el nuevo gobierno no actúa con visión y coraje, el desencanto volverá a llenar las calles. El “voto huérfano” que hoy lo acompañó puede mañana abandonarlo con la misma facilidad.
Los primeros cien días no serán un ensayo, serán el veredicto. Si Paz logra conducir la crisis con honestidad podrá iniciar un nuevo ciclo político basado en la responsabilidad y la modernización. Si fracasa, Bolivia volverá al punto de partida, entre la nostalgia del pasado y la desconfianza del futuro.
Rodrigo Paz tiene en frente un país cansado, pero todavía esperanzado. Bolivia no quiere otra revolución, quiere una reconstrucción. Si el nuevo Presidente entiende esa diferencia, podrá ser el artífice de una nueva era. Si no, quedará como otro nombre en la larga lista de promesas rotas.
En última instancia, gobernar hoy Bolivia no consiste en ofrecer milagros, sino en devolver realismo, orden y propósito. Y ese es, quizás, el acto más revolucionario de todos, habida cuenta de los tiempos que corren.