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Política | 02/09/2025   09:18

|OPINIÓN|Comunicación y política: miénteme como siempre, por favor|Mauricio Antezana|

El electorado está coreando una versión política de "miénteme", optando por la persuasión de las "dulces pequeñas mentiras", por encima de la veracidad de los mensajes.

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Brújula Digital|02|09|25|

Mauricio Antezana

Resulta desconcertante, casi incomprensible desde una lógica lineal, que millones de personas se reúnan en estadios y plataformas de streaming para corear, a viva voz y con incontenible pasión, una frase tan perturbadora como “miénteme como siempre, por favor, miénteme”. Es una línea que Luis Miguel, el Sol de México, entona en su canción “Culpable o no” (1988), que sigue resonando en el corazón de un público masivo. Hay más, mucho más: “Tell me lies, tell me sweet little lies” cantaban Fleetwood Mac en Inglaterra en “Little Lies” (1987), y millones de seguidores les hacían eco; mientras que Tini y María Becerra demandan desde Argentina “Miénteme, haz lo que quieras conmigo” (2021), y sus públicos frenéticos se suman a esa entrañable exigencia.

¿Por qué, a sabiendas, pedimos que nos mientan? Esto tiene que tener una explicación, y aquella que asegure que se debe únicamente a la estupidez de las masas, a su atribuida superficialidad, veleidad, ignorancia o su “inconsciencia”, a estas alturas del conocimiento, resulta insosteniblemente simplista. Desde la academia, la respuesta nos empuja más allá del clásico modelo de comunicación de Harold Lasswell (1948), que descompone el proceso en: quién dice qué, por qué canal, a quién y con qué efecto. Este modelo, sin duda útil, parece no incluir una pregunta crucial: ¿qué quieren oír las audiencias? En última instancia, el éxito o fracaso de cualquier acto comunicativo no parece decidirse por la perfección de la emisión, sino en la íntima e inefable mente de las y los destinatarios.

Esto nos invita a pensar en lo que podríamos llamar el estado de disponibilidad social, un concepto que trasciende la mera recepción mecánica de datos. En Bolivia, como en muchas otras sociedades, este estado de disponibilidad no es una hoja en blanco, sino un cuadro conflictivo y de dolor, configurado por profundas carencias materiales y sociales. La pobreza, la falta sistemática de servicios básicos, la inaccesibilidad a la salud y a la educación, e incluso a recursos vitales como el agua y los hidrocarburos, constituyen una realidad de la que la sociedad busca desesperadamente escapar. Nos hace pensar en un paciente con una enfermedad terminal, cansado del sufrimiento físico y la desesperanza moral, que prefiere un bálsamo, un placebo pasajero o incluso el engaño y el autoengaño para sobrellevar la situación: una especie de negación que permite mirar hacia otro lado ante una realidad insoportable.

La comunicación, más que un proceso lineal, es una mediación cultural, como nos enseñó Jesús Martín-Barbero (1987). Los mensajes no son simples contenedores de información; se inscriben en un denso tejido de prácticas sociales donde los receptores se apropian de ellos y los reinterpretan en un proceso de resignificación que escapa a todo control. Ya antes lo había expresado Stuart Hall (1980) en su ensayo Codificar/Decodificar: el receptor puede decodificar el mensaje de tres maneras: una lectura preferente (aceptación), una lectura negociada (aceptarlo con reservas) o una lectura oposicional (rechazo). En un estado de disponibilidad marcado por el dolor y la contumaz resistencia a determinados proyectos políticos, el autoengaño se convierte en una herramienta voluntaria para rechazar lo que no se quiere aceptar. Así, la decodificación no sigue automáticamente a la codificación, y la intención del emisor no garantiza el resultado, del mismo modo que quien siembra no puede controlar la lluvia que su semilla necesita para germinar.

¿Y qué nutriría este estado de disponibilidad? Los llamados puntos de dolor, que adquieren un rol protagónico. Este término, ampliamente usado en marketing político y empresarial (Céspedes, 2014), se refiere a las carencias, frustraciones o anhelos profundos de una audiencia. En el ámbito político, estos puntos de dolor podrían ser, por ejemplo, la corrupción, la desigualdad, la inseguridad o la violencia. Al identificar y “tocar” estas heridas abiertas, un mensaje se convierte en un ancla firme: una promesa que las y los receptores buscan desesperadamente.

Aquí entra en juego el sesgo de anclaje, un concepto de la psicología cognitiva desarrollado por Daniel Kahneman y Amos Tversky (1974). Se trata de la tendencia a aferrarse a la primera idea significativa recibida —una promesa, un gesto simbólico, una apelación identitaria— que se arraiga en la mente y hace que las personas sean más receptivas a mensajes subsecuentes, incluso si resultan inconsistentes o falsos. Es un estado en el que la esperanza, el deseo o la necesidad de creer superan toda capacidad crítica de juicio. Esto lo saben muy bien ahora los algoritmos.

Puestos hoy en Bolivia, con la segunda vuelta a la vuelta de la esquina, quienes hacen de estrategas, asesores y analistas de campaña debieran también considerar unas cuantas interrogaciones en sus estudios de audiencias o públicos: ¿cuáles son los puntos de dolor y qué estado de disponibilidad configuran los distintos sectores de votantes? ¿Cuáles sus respectivos sesgos de anclaje que podrían definir su voto?

Tenemos a dos contendientes que pugnan mensaje a mensaje. En una vereda, el ganador de la primera ronda, cuyo acompañante y él mismo dicen y hacen cosas que llevan a pensar, según varios analistas, que se trata de un proyecto populista de centroizquierda, quizá peligroso por intrínsecamente explosivo. Llamó la atención la rapidez con que otros coincidieron en afirmar, apenas terminó la primera vuelta, algunos con proximidad ideológica pero también quienes reclaman ser independientes y críticos, que el extraordinario caudal electoral del candidato más votado provino del sufragio identitario: el de un electorado indígena, campesino y popular, el del denominado bloque popular que votó hasta en cinco ocasiones por el actual oficialismo. ¿Será que tan coincidente y precoz convergencia de opiniones proviene, en parte, de lo que algunos intuyen como un posible acuerdo amasado en las penumbras?

El candidato que salió segundo y su acompañante, a confesión de parte, estarían representando a la derecha. Analistas concuerdan en que su apoyo proviene de sectores medios, fuertemente golpeados por la crisis económica y frustrados por las promesas incumplidas de la gestión actual, y de sectores de ingresos medio altos y altos que, sin embargo, no constituyen hoy por hoy la mayoría. En consecuencia, esos candidatos “la tienen difícil”. Más allá de sus posicionamientos verbales, el primer candidato y su acompañante abren con cada declaración una caja de sorpresas, misteriosas, temerarias y contradictorias, mientras que su rival exhibe un programa de reformas económicas árido, pretendidamente orientado a romper el ciclo del partido que gobernó durante las últimas dos décadas, aunque también predica una reconciliación incluso con quienes fueron, aparentemente, sus adversarios en los últimos veinte años.

La pregunta es: ¿por cuál de ellos optará la mayoría de las y los votantes? ¿O repartirán proporcionalmente su voto, reservando un buen porcentaje su fe para otra futura ocasión mediante el voto blanco, o rechazando a ambos con el voto nulo?

Compartimos todos, candidatos y electores, la incontestable percepción de que vivimos una crisis multidimensional que se refleja también en una “crisis electoral”. Y no deberíamos llamarnos a engaño al respondernos la pregunta si el voto se inclinará por los puntos de dolor económicos y políticos, o por la creciente pulsión identitaria de un abigarrado, populista y —como algunos prefieren llamarlo— potente “cholaje” de cuño masista.

En medio de esas dos paralelas —la crisis económica y política, y la pulsión identitaria— se desliza, sutil y provocadora, una interrogación que intensifica el desconcierto: ¿será posible que, en un acto de fe ciega, los electores estén entonando, en los oídos de sus candidatos, su propia versión política de “Miénteme”, y que la persuasión, hoy como ayer, quizá no sea un asunto de lógica, sino más bien una danza fascinadora de esas sweet little lies que estarían resonando en lo más hondo del electorado?

Mauricio Antezana Villegas es docente universitario.





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