¿Qué pasaría si la sombra fuera quien ahora estuviera aterrorizada, escondida, desesperada, viendo cómo desaparece poco a poco mientras nosotros nos volvemos claridad?
Brújula Digital|14|08|25|
Álvaro Bazán
Bolivia es un país que lleva el peso de sus sombras, como si fueran una herencia genética.
Hay sombras que parecen eternas: la violencia en el hogar, el castigo como crianza, el miedo como obediencia, la desconfianza como rutina.
Otras, más recientes, nos rondan con la misma intensidad: la corrupción que se disfraza de normalidad, la pobreza que se hereda como un destino inquebrantable, el racismo que cambia de máscara, pero no de esencia. Y luego las sombras silenciosas, esas que se instalan en el lugar común, en la resignación colectiva, en las bromas que, de tanto repetirlas, ya no duelen.
Pero hay una sombra distinta. Apareció hace un par de décadas, brotó del deseo de poder y se hizo pasar como esperanza, como cambio. Y es una sombra que no se ve a simple vista, pero que se siente en cada rincón, en cada conversación política, en el tono que usamos para hablar de lo que fue y podría volver. Esta sombra no necesita estar para seguir manejando el juego.
Lo que realmente tememos no es tanto que el pasado regrese, con la misma cara o con otra, sino el hecho de que su poder, aunque formalmente desvanecido, siga presente.
La sombra persiste. Y lo peor no es su presencia, sino su legado: una cultura que se doblega antes de cuestionar, individuos que prefieren obedecer a arriesgarse, instituciones que se utilizan como garrote, y un país entero que sigue negociando con el miedo como si fuera lo normal. El miedo a que el pasado regrese, sí. Pero también el miedo a que, si no somos capaces de enfrentar esa sombra, terminemos todos siendo cómplices de su permanencia.
Lo irónico es que, por más que intentemos convencernos de que ya no está, seguimos actuando bajo su lógica. Los partidos siguen jugando el mismo juego de dividir, de controlar, de manipular. Y nosotros, los mismos de siempre, seguimos dejando que nos manipulen. Hablamos de democracia, pero lo que realmente hacemos es alimentar las mismas sombras que nos dividen.
¿Qué pasaría si dejáramos de vivir con miedo? Si, por un momento, dejáramos de ver todo con esa mirada escéptica, como si todo estuviera manipulado. Y si, por fin, nos atreviéramos a pensar que podemos ser algo más que una nación gobernada por sombras.
Tal vez somos nosotros quienes mantenemos viva esa sombra, permitiendo que siga existiendo, convirtiéndonos en parte de ella. Y la sombra, irónicamente, teme: teme que cada vez seamos menos parte de ella, que dejemos de seguir su huella, y que se disuelva por completo cuando ya no la reflejemos.
¿Qué pasaría si la sombra fuera quien ahora estuviera aterrorizada, escondida, desesperada, viendo cómo desaparece poco a poco mientras nosotros nos volvemos claridad?
Quizás, como todo en la vida, las sombras tienen una fecha de caducidad. Y esa fecha depende de nosotros. No es cuestión de esperar a que desaparezca sola. El verdadero desafío es dejar de temerle y, por fin, empezar a caminar sin su peso.