¿Será este, entonces, el verdadero regalo del Bicentenario? Una democracia desgastada, una oposición que no articula proyecto, un oficialismo atrapado en su propia crisis interna y un pueblo empobrecido, aferrado a la esperanza de que tal vez, algún día, llegue el próximo “mesías electoral”.
Brújula Digital|13|08|25
Elba Cusicanqui
En los 200 años de su Independencia, Bolivia no celebra un país consolidado sino que sobrelleva una democracia fragmentada. El Bicentenario, en lugar de ser una oportunidad para repensar el país, reconstruir una narrativa común, saldar deudas históricas y proyectar un futuro colectivo, se ha convertido en una escenografía vacía, capturada por un sistema político desgastado, que opera sin alma, sin relato, sin proyecto. La efímera conmemoración de la Independencia se ha desvanecido entre el humo de discursos gastados, promesas recicladas y luchas por cargos.
En este escenario, el análisis de Antonio Gramsci en Cuadernos de la cárcel, Tomo 2. Cuaderno 3, se vuelve indispensable para comprender la profundidad de la crisis que atravesamos, en medio de una crisis orgánica, estructural, de dirección, de hegemonía. “La crisis consiste precisamente en que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer, en ese interregno surgen los fenómenos morbosos más variados”. Bolivia, en pleno 2025, parece estar atrapada exactamente ahí, detenida entre ruinas del viejo orden que se niegan a morir del todo y de un nuevo de horizonte político que no logran nacer.
El monstruo cotidiano que devora el futuro. El primer síntoma visible de esta crisis morbosa se manifiesta en lo económico, donde la inflación ha dejado de ser una cifra macroeconómica para convertirse en una experiencia diaria, áspera y dolorosa que golpea con fuerza a las familias bolivianas. Aunque el gobierno intenta negarla y las élites políticas la minimizan prometiendo soluciones en 100 días o confiando en préstamos externos, como si bastaran para revertir el deterioro estructural, la realidad se impone con crudeza.
Semana tras semana, la canasta básica escala un peldaño más mientras los ingresos permanecen estancados. En respuesta, los hogares reorganizan sus mesas, sustituyen alimentos esenciales, postergan necesidades básicas y aprenden a convivir con el sacrificio y la incertidumbre.
Pero lo más preocupante no es solo la pérdida del poder adquisitivo o la devaluación silenciosa de la moneda boliviana, sino la indiferencia de los actores políticos frente a este proceso, ya que la inflación no solo se padece, se la silencia. Ya que nombrarla incomoda, debatirla espanta votos y asumirla implicaría reconocer el fracaso de un modelo económico que ya no sostiene ni su propio relato.
Ante esto, el Estado se repliega, se achica, se transforma en un espectador mudo que observa cómo el costo de vida destruye la dignidad cotidiana. Mientras los precios suben los discursos de los políticos se vacían. Y en ese vacío crece un monstruo que no solo empobrece los bolsillos, sino que desgasta los ánimos, fragmenta los vínculos sociales y debilita el horizonte común.
Democracia sin alma, del voto al simulacro. La crisis no es solo económica es sobre todo política. Gramsci entendía la hegemonía como la capacidad de una clase o bloque social de generar consenso, de orientar a la sociedad en lo político, ético y cultural. Hoy esa capacidad ha desaparecido, en su lugar queda una democracia reducida puramente a lo procedimental, incapaz de construir comunidad con un horizonte colectivo.
La democracia boliviana ha entrado en una etapa de desgaste sin transformación, donde las elecciones funcionan como actos rituales automáticos. Según Pierre Rosanvallon en su obra La contrademocracia define a este fenómeno como una etapa en la que la ciudadanía deja de ser protagonista para convertirse en espectadora vigilante, impulsada más por la desconfianza que por la esperanza.
Se observa, se juzga, se vota, pero no decide el rumbo del país. El voto, lejos de ser un mecanismo de transformación, se ha convertido en un acto simbólico, un desahogo que expresa frustración sin modificar nada. Se remplazan rostros, pero no se cambia el sistema ni su lógica del poder.
En este escenario emergen los “superhéroes de campaña”, figuras fugaces, salvadores de coyuntura que emergen cada cinco años, con discursos nuevos prefabricados y estructuras viejas. Se presentan como “hombres y mujeres del pueblo”, aunque su conexión es tan solo en el discurso. Sus trayectorias están marcadas por el cálculo político y sus biografías editas y moldeadas al gusto del electorado. Como eso no fuera poco, encima cambian de sigla como quien cambia de camisa, prometen refundaciones, sin cambiar lo estructural.
El botín del Estado, poder sin proyecto. Esta degradación democrática encuentra su expresión más cruda en la forma en que se concibe el poder. En Bolivia ganar elecciones no implica conducir un proyecto nacional, sino acceder a la estructura estatal para distribuir cargos de los ministerios, direcciones, empresas públicas entre los que “acompañaron” la campaña, como recompensas políticas sin importar méritos ni capacidades.
En realidad, el campo del que hacer política se ha convertido en un mercado de lealtades temporales donde las alianzas no se sellan con principios, sino con prebendas. La gobernabilidad se construye a base de cuotas, no de acuerdos programáticos. Y el Estado, en lugar de ser el vehículo del interés general, se reduce a una agencia de colocación al servicio del clientelismo electoral.
Conclusión. Bolivia atraviesa un momento que encarna con claridad la crisis del interregno descrita por Gramsci en Cuadernos de la cárcel: lo viejo no termina de morir y lo nuevo no logra nacer. La hegemonía que durante casi dos décadas sostuvo cierto equilibrio político se ha quebrado. El MAS, que alguna vez articuló un proyecto nacional, hoy aparece fragmentado y sin rumbo. Y lo nuevo, aquello que debería llenar ese vacío, aún no consigue articularse con fuerza ni legitimidad.
El país camina sin un horizonte compartido, atrapado entre liderazgos vacíos, clientelismo disfrazado de gobernabilidad y una ciudadanía resignada. No hay relato común, ni visión de futuro, solo una sensación persistente de pérdida y orfandad política. En sus 200 años de su independencia Bolivia no celebra una nación madura, sino que exhibe un sistema que sobrevive sin alma, sin proyecto y sin comunidad.
¿Será este, entonces, el verdadero regalo del Bicentenario? Una democracia desgastada, una oposición que no articula proyecto, un oficialismo atrapado en su propia crisis interna y un pueblo empobrecido, aferrado a la esperanza de que tal vez, algún día, llegue el próximo “mesías electoral” a salvar lo que ya no se sostiene.
Elba Cusicanqui es docente de ciencias políticas de la Universidad Pública de El Alto.