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Política | 23/12/2024   05:07

|COMENTARIO|Elecciones peligrosas: desentrañando el ciclo electoral más complejo|Salvador Romero|

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Brújula Digital|23|12|24|

Salvador Romero Ballivián

La elección presidencial de 2020 en Bolivia fue saludada por la comunidad internacional como un logro democrático relevante en condiciones severamente adversas. Coincidieron países opuestos en asuntos geopolíticos, que incluso se contraponían en la lectura de los acontecimientos políticos más recientes. También los candidatos reconocieron los resultados y la sociedad aceptó pacíficamente el desenlace. Empero, alrededor de la misma fecha, con apenas semanas o días de diferencia, desde distintos frentes, actores políticos y sociales arremetieron duramente el proceso electoral y sembraban dudas. ¿Cómo explicar semejante contraste? Es la historia que cuenta, desde la primera línea y en tono personal, “Elecciones peligrosas”, editado por Plural.

La historia empezó entre octubre y noviembre de 2019, tras la tercera reelección de Evo Morales, cuestionada por la ciudadanía en masivas y prolongadas manifestaciones, casi siempre pacíficas, pero también con expresiones de ira, como cuando se quemaron varios Tribunales Departamentales. La comunidad internacional corroboró los serios problemas de integridad. Morales renunció y la presidencial se anuló, un hecho excepcional en la política latinoamericana del siglo XXI. 

Con mediación de la comunidad internacional, se conformó un gobierno de transición, presidido por Jeanine Añez. El sistema político se fijó dos tareas: organizar muy pronto otra elección y conformar nuevos Tribunales Electorales, tanto el nacional como los departamentales. Sobre ambos pude conversar con el gobierno entrante y explicar mi abordaje. Añez me honró al invitarme a integrar el Tribunal Supremo Electoral (TSE) y luego, mis colegas, elegidos por la Asamblea Legislativa, al elegirme para dirigirlo. Sabía que asumía una tarea muy difícil, pero, sin duda, no tanto como terminó imponiendo la realidad. Al final, correspondió conducir el ciclo electoral más complejo de la historia democrática del país.

El punto de partida era dramático. Había que reconstruir la credibilidad desde las ruinas de una experiencia fallida, que dejó como sombría herencia una densa capa de desconfianza. Si el primer bimestre de 2020 transcurrió en una relativa tranquilidad, en marzo estalló la pandemia que alteró las pautas de la normalidad en el mundo. Se decretó un confinamiento generalizado y se debió suspender la elección prevista para mayo. Faltaban 45 días, tan cercanos y lejanos a la vez. 

Empezó un semestre muy duro, el de todos los peligros. Escoger la nueva fecha se convirtió en una crisis nacional, con aristas políticas, sociales y regionales, de contraposiciones enconadas. Sucedieron cosas inéditas en el país y poco comunes en la comparación internacional: el TSE debió no solo ocuparse de la organización técnica y jurídica de la elección, sino conducir políticamente la transición, una circunstancia con muy poco parangón en una perspectiva comparada. En efecto, debió tejer acuerdos con las candidaturas, en tres oportunidades, a falta de una, para definir la fecha. En cada nueva ocasión, con tensiones y amenazas agravadas con respecto a la anterior. 

Se requirió negociar con los partidos, Poderes del Estado, sindicatos y comités regionales, cada uno con intereses contrapuestos sobre la fecha y, sobre todo, los alcances del proceso electoral. El Tribunal era el único actor con capacidad de diálogo con todos, cuando la mayoría de los puentes políticos e institucionales estaban quebrados. 

En paralelo, se desató una campaña brutal por su intensidad contra el proceso electoral, contra el Tribunal y contra la presidencia (mención ineludible, pues ese factor fue una pieza crucial). Un objetivo: postergar la elección, reordenar el juego político, mermar la participación de actores de la competencia. La pandemia sirvió de misil político. Sin duda, despertaba inquietudes reales y legítimas; se la presentó como un riesgo de extrema gravedad para la salud. Mientras se la utilizaba para procurar forzar prórrogas cada vez más largas, se atacaron los fundamentos del sistema electoral. 

El ataque al proceso y al organismo electoral tuvo dos dimensiones, sostenidas en acusaciones sin sustento. 

La primera se armó bajo el principio genérico de que existía una estructura diseñada para el fraude: un padrón con un millón o más de registros fantasmas, circunscripciones amañadas, personal electoral parcializado, complacencias partidarias, etc. Las acusaciones se sucedían como en carrera de relevo y se acumulaban. Ni las explicaciones fundamentadas del tribunal ni la preciosa labor de las verificadoras de noticias o de los medios pudieron frenar lo que rara vez tuvo un origen espontáneo.

La segunda dimensión se centró en una campaña de ataque ultrapersonalizada, con un coro de autoridades, líderes políticos y regionales sobre estos temas y los riesgos de salud; movilizaciones contra el Tribunal; campañas sistemáticas y de alta intensidad en redes sociales; amenazas políticas de procesos judiciales; intimidaciones. Resistí. Resistimos.

En un país dividido por líneas políticas, sociales, étnico-culturales y regionales, el Tribunal avanzó en relativa soledad, pero con el apoyo firme de la comunidad internacional y de un “centro democrático” ciudadano, igualmente indispensable. Ningún actor político controlaba el TSE, pero, en un ambiente democrático debilitado, muy pocos lo apoyaban, sino circunstancial e instrumentalmente. En la sociedad polarizada, muchos preferían la derrota de sus enemigos a cualquier costo que la elección limpia. 

Al final, el TSE consiguió que el conjunto de los actores políticos, sociales y regionales aceptara que la elección se celebre el 18 de octubre de 2020, tras delicadas negociaciones a múltiples bandas, sin que los ataques cesaran, aunque los flancos desde donde se disparaban las flechas cambiasen. El país asistía a la elección temiendo el desborde de la violencia, con los dientes apretados y los peores presagios. 

Contra ellos, la elección de octubre de 2020 se cumplió en paz, sin incidentes, con una asistencia excepcional de 88%, la aceptación de los resultados por parte de los candidatos y líderes, en un gesto de alto valor democrático, la plena validación internacional y sin efectos sobre la curva de contagios. 

Cuando todo parecía encaminarse después del vía crucis, a días de la posesión del presidente, se puso en duda la confiabilidad del padrón desde dentro del TSE. Ninguna noticia falsa desestabiliza más que aquella que sale del seno de la propia institucionalidad. Aunque dio paso a un renovado y aún más brutal ataque, no impidió que la elección consumara su principal efecto: la transmisión pacífica del poder. 

Empero, se enturbió el ambiente para la elección de gobernadores y de alcaldes en marzo de 2021. Se añadieron dos dificultades. Por un lado, con la segunda ola de la pandemia llegó, otra vez, la exigencia para postergar la elección, para evitar el dilema de “contar votos o contar muertos”. Se mantuvo la fecha de la elección pues había experiencia suficiente para celebrarla con adecuada protección sanitaria, pero se volvió a recibir una alta factura.

Por otro lado, se puso presión para inhabilitar candidatos de la oposición en ciudades importantes. Apegado a los principios básicos que caracterizan la elección íntegra y democrática y a las normas, tanto en 2020 como en 2021, se protegieron los derechos de la oposición para competir y, en ambos casos, contra las pretensiones de quienes llevaban el impulso del poder. 

La primera y la segunda vuelta de la elección 2021 dejaron un tablero colorido, con triunfos de unos y de otros. Había concluido el ciclo electoral más complejo de la historia boliviana, con autoridades legales y legítimas en todos los niveles, tras una competencia libre, justa, imparcial y en paz. La democracia se afianzó, aunque lejos de haber resuelto todos sus problemas. Las mitades polarizadas comparten, a disgusto, la misma mesa democrática que les asignó el voto popular. 

Ya estaba cumplida la razón fundamental por la cual había aceptado el encargo. Al día siguiente de concluido el cómputo, renuncié. 

Miro hacia atrás y sé que en el cumplimiento de la responsabilidad que me encomendó el país fui fiel a mis convicciones y compromisos democráticos profundos. Sé que la exigencia fue al límite para que el país no se sumiera en la violencia y el conflicto. Sé que pagué precios desmedidos y que varias cuentas permanecen abiertas, en un sacrificio que ninguna autoridad electoral debiera jamás pagar. Aun así, a la pregunta que tantos amigos y colegas me han hecho, lo repito: sí, valió la pena. Era necesario. 

Texto leído por Salvador Romero el día de la presentación de su libro “Elecciones peligrosas”. Romero fue presidente del organismo electoral.





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