En la
política, la mentira se utiliza para modificar el relato de un evento o
contexto a conveniencia partidaria o personal, ignorando la realidad. Es
emplear la mentira como principio político. Nadie ha dudado jamás que la verdad
y la política nunca se han llevado demasiado bien, y nadie ha considerado la
veracidad como una virtud en el ejercicio de la política. También es cierto que
en política todos mienten.
El grave problema es que, en la actualidad, las mentiras políticas son tan grandes que exigen una completa y nueva acomodación de prácticamente toda la estructura de hechos. Es una tarea inmensa y muy desgastante.
La creación del Estado Plurinacional y su falaz economía comunitaria es, por ejemplo, el mayor bulo de la historia política de Bolivia. Necesitó valiosos recursos, grandes campañas propagandísticas, innumerables imposturas públicas y una constante y reiterativa mentira en todos los actos políticos posibles del masismo. Es y sigue siendo un esfuerzo descomunal solo para responder a intereses políticos mezquinos.
El principal esfuerzo, tanto del grupo engañado como de los mismos engañadores, es no cejar un instante en mantener intacta la imagen de la propaganda. A fuerza de repetirse, se termina creyendo que esa mentira es verdad.
¿Sobre qué se miente en política? ¿Qué se intenta modificar, contrariar o tergiversar? ¿Cuál es el lugar de la mentira en el ámbito político y cuál es su relación con la verdad? ¿Por qué es imprescindible mentir? ¿Por qué para los políticos, decir la verdad no es rentable, no es una opción? ¿Por qué la verdad no es atractiva? ¿No debería serlo acaso? ¿Por qué los políticos mentirosos triunfan en política?
Para muchos, es el pecado original del ejercicio de la política: hacer de la mentira una bandera de lucha, un discurso enajenado, una postura farragosa, un cinismo pendenciero y burdo que se monta en un teatro de operaciones para embaucar a la mayor cantidad de gente. Es, sin duda alguna, una inconducta social y política. Es un atentado consciente contra las bases mismas del tejido social que une a toda una sociedad: la confianza entre unos y otros.
Pero esto es aún más complejo. No basta con fabricar una mentira, un cuento falso. El mentiroso, en este caso el político, debe echarle muchas ganas y esfuerzo, considerable tiempo y, sobre todo, cuantiosos recursos.
Mentir cuesta y el gasto es formidable. Es un ejercicio mental constante para evitar que descubran su impostura. Es una actitud que amerita, a diario, un esfuerzo denodado que carcome a cualquier persona con un mínimo de sentido común. Consume energía porque debe estar todo el tiempo alerta por si lo descubren. Debe tener estrategias de contraataque por si intentan derribar su engaño. Debe estar siempre a la defensiva, porque sabe que lo que se montó es un embuste. Debe estar dispuesto a defenderlo a diestra y siniestra como si fuese una verdad. Es, sencillamente, fatigoso ubicarse en el lado de la mentira.
Entonces, ¿por qué mentir? A diferencia de otras formas de gobierno –digamos las tiránicas– la mentira, el engaño u ocultamiento es una estrategia deliberada para imponer un orden desmedido o sacar una clara ventaja política. Ello sucede en Rusia con Putin y su enfermiza invasión en Ucrania; los narcocorruptos hermanos Castro y su perniciosa revolución en Cuba; el grotesco matrimonio déspota Ortega-Murillo en Nicaragua; Morales en Bolivia y su burda venta de imagen indigenista y, ahora, Arce-Choquehuanca y el “fallido” golpe de Estado.
En democracia, la mentira busca filtrar, deslizar, inculcar una narrativa pérfida como si fuera verdadera, siendo, por supuesto, una clara impostura, construida de manera expresa y deliberada.
Pero no es suficiente. Debes enarbolar la treta sin tapujos y remilgos. Debes defenderla a destajo y estás obligado a que todos los demás, forzosamente, acepten esa impostura a rajatabla como si fuese una verdad incontrastable. Es una suerte de puesta en escena bien guionada que sustenta una fachada apilada en el engaño y la defraudación deliberada y consciente, que termina siendo la gran maniobra, la gran opereta, para el inicio de un juego sucio, pendenciero y, por lo demás, ramplón.
Dicho de otro modo, mientras que la mentira vulgar no busca su contraste con los datos duros de la realidad, o un simple esfuerzo adicional para maquillarla como verosímil, la mentira en política y en democracia, de manera intencional y agresiva, basa sus cimientos en una conducta abiertamente premeditada. Debe reajustar datos, maquillar y tergiversar hechos factuales, construir historias o mejor aún, rehacer la historia en beneficio propio y machacar a diario, sin pausa ni descanso, su mentira política sobre la verdad, hasta aplastarla en función de intereses específicos.
Pero, ¿por qué esta clase de política, mentirosa y camorrista, virulenta y estéril, consigue rédito político y logra instalarse, con frecuencia, de espaldas a los intereses y las preocupaciones reales de cada sociedad, incluso si aún lo hace, a menudo, en su propio nombre, con rebuscadas escenificaciones y hasta esquivándole al escándalo o a la vergüenza?
Apelan a la ficción –escasez de dólares e hidrocarburos por culpa de la derecha; relojes al revés, supuestos campesinos honestos sobre supuestos citadinos ladrones y flojos; falsas nacionalizaciones y corruptas; modelos económicos inexistentes–, a una farsa continua y a un enmascaramiento de todo para asegurarse –en beneficio exclusivo de sus intereses sectoriales– una mirada obtusa que intenta por todos los medios negar la genuina discusión política institucional. Esa discusión es la que debería ocuparse de debatir y planificar cómo resolver los problemas de la gente, defender sus derechos, atender su salud, garantizar su seguridad, gestionar el crecimiento y el bienestar económico, de promover educación y no adiestramiento ideológico y mejorar la calidad de vida de los bolivianos, profesionalizando la gestión pública desde un plan estratégico integral y no por copamientos masistas.
El resultado inmediato de abrazar la mentira, con tanto ahínco, como estrategia política, es que los bolivianos ya no contamos con referentes confiables, con líderes políticos genuinos, con actores públicos coherentes y eficientes. Todos son unos monigotes. Todos son mentirosos. Todos son mentecatos del poder. Todos son una miseria política. Una clase detestable, tanto o más que el propio ladrón y patrañero de barrio.
Apelar a la trampa y a la mentira para embolsillarse el poder –o para no soltarlo–, aun a costa de traicionar la confianza pública en democracia, descalificando, saboteando o agrediendo al adversario, es la mejor y más eficiente manera de dinamitar a un país entero, dejándolo sin futuro ni esperanza.
@brjula.digital.bo