“Pero, en cambio, de Carmencita, mi mujer por muchos años, me acuerdo muy bien. Solo que no hablo con Osorio nunca de ella. Todas las noches, parece mentira, desde que cometí la locura de abandonarla pienso en ella y me asaltan los remordimientos. Creo que solo una cosa hice mal en la vida: abandonar a Carmencita por una mujer que no valía la pena. Ella nunca me perdonó, por supuesto, jamás pude amistarme con ella (…). Es el único episodio de mi remoto pasado que mi memoria no ha olvidado y que me atormenta todavía. Todas las noches, antes de dormir, pienso en Carmencita y le pido perdón (…). Ya me olvidé del nombre de aquella mujer por la que abandoné a Carmencita (…). Nunca la quise. Fue un enamoramiento violento y pasajero, una de esas locuras que revientan una vida. Por hacer lo que hice, mi vida se reventó y ya nunca más fui feliz (…). Fue un enamoramiento de la pichula, no del corazón. De esa pichula que ya no me sirve para nada, salvo para hacer pipí”.
El estupor no me permitió ahorrar más frases en la transcripción de este extracto de un cuento escrito -hace tan solo un par de años- por Mario Vargas Llosa. Este relato corto hubiera tan solo rozado nuestras mentes sin retenerlo, si no fuera porque esa Carmencita, qué duda cabe, es Carmen Patricia, prima y exesposa del escritor, a quien él dejó por otra mujer.
Y si tampoco fuera porque el autor octogenario además de premio nobel se ha vuelto un connotado personaje de las revistas del corazón, no nos hubiésemos enterado de la ruptura con su última novia, Isabel Preysler, a los pocos minutos de que ella despachara la que supongo fue la frase de despedida. Algo así como: “tú y tu pichula pueden irse por esa puerta, que ya no me son útiles”.
Imagino también -esto sí con pesar- el adiós de Vargas Llosa a Patricia (Carmencita) tras cincuenta años de matrimonio. Pienso en ese: Gracias por haberme acompañado todos estos años; por tu paciencia frente a mis horas de encierro para poder escribir; por no haber incendiado esa biblioteca que me secuestraba por semanas; por compartir mis frustraciones y sobre todo mis alegrías, como cuando tomaste la llamada que anunciaba el mayor de mis triunfos como escritor; por insistir con esta familia que hoy deja de ser. Pero es que ando algo aburrido. ¡Ah! y me enamoré perdidamente de una hermosa y elegante muñeca; de una que viene con muchas joyas y pocos libros, que vacaciona en exclusivos balnearios, que tiene un hijo cantante con varias canchas de tenis y una hija de risa engreída. Chao.
Hay quienes no superan nunca esa enfermedad llamada adolescencia que, como dicen, solo se cura con el tiempo. El nobel ya no tiene ese tiempo. Le queda la soledad. Pasar los últimos años de vida en el error, y morir en él. De haberle hecho caso a Carlos Fuentes, que sostenía que los hombres deben amar a aquellas mujeres que los admiran... Patricia parecía admirarlo sin condición (“hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: ‘Mario, para lo único que tú sirves es para escribir’.” decía él en su conmovedor discurso al recibir el Nobel). La admiración de Isabel fue fugaz.
Estos aventureros salen al mundo a buscar su verdadero yo emocional y a alguien que colme ese yo, y lo entretenga. Exploran a tientas la novedad y se convencen de que les traerá otra felicidad, una mejor. Estos de espíritu errante suelen acabar su periplo en el lugar de origen, aquel del que huyeron pensándose desdichados. Algunos afortunados logran ser acogidos de vuelta. Otros no.
Uno de los personajes femeninos más entrañables de Balzac, Paulina, recibe a su amado -quien vuelve después de un tiempo de haberse marchado- con un “si hubieras querido dejarme, no me habrías abandonado”. A Patricia, Mario no la abandonó, la dejó. Me temo que ahí no habrá más bienvenidas.
Vargas Llosa resolvió cierta tarde que llevaba una vida miserable y que era momento de desviar el cauce. Subió a una canoa que creyó lo llevaría por los canales de Venecia, pero ya montado en la góndola advirtió que quien la conducía era Caronte y que su destino era el inframundo. Se desesperó porque ya no podía hacer nada, más que tomar conciencia de la equivocación que lo había llevado hasta ahí, e intentar soportar el infierno recordando su maravilloso aporte literario a la humanidad y que alguna vez fue feliz con Carmencita, aunque no sabía cuánto.
Daniela Murialdo es abogada y escritora