Por tercera vez desde que fueran ideadas por el MAS para asegurarse el control total de los poderes del Estado, los ciudadanos concurriremos a las urnas –no por fervor cívico, en gran mayoría, sino para evitar la onerosa multa que será impuesta a quienes no lo hagan– para validar un acto abominable denominado “elecciones judiciales”.
A lo largo de más de tres lustros, he venido argumentando sobre la aberración que tal engendro político significa dentro del ordenamiento jurídico del país. Hoy me limitaré a la analogía que repito de tanto en tanto: pensemos en elecciones para elegir a los comandantes de las FFAA. Entonces los mostrencos más populares podrían ganarlas y así tendríamos un alto mando de “soldaditos”. La judicatura, como las FFAA y otros órganos, se debe regir, a efectos de conformación de sus mandos cupulares, a la carrera, al escalafón, a la meritocracia, a la competencia, a la probidad, a la disciplina, a la representatividad, al reconocimiento social; es decir que debe verificarse aquello de “gobierno de los mejores”, aquello que Platón llamaba “aristocracia”, término que ha cambiado de sentido, por lo que preferimos hablar de “meritocracia”. Las elecciones (uno de los sustentos de la democracia) son para cargos político-administrativos.
Las tales “elecciones judiciales” son la oportunidad para que sujetos sin mérito alguno que de otra manera no llegarían ni a supernumerarios en el foro, puedan, voto popular mediante y, evidentemente, apadrinados por los poderosos de turno, ocupar las altas y delicadas funciones de máximas autoridades en los tribunales.
En 2004, cuando se empezaba a hablar sobre la “necesidad” de convocar a Asamblea Constituyente para la reforma total de la CPE, ya expresaba mis reparos, que no temores, a lo que finalmente ocurrió; lo hacía en una columna titulada “¿Hacia una Constitución piñata?”, en referencia a que, ya se lo veía venir, estuviera llena de “huevaditas”.
Con la llegada del MAS, esta sospecha se corroboró y en 2009, referéndum mediante, entró en vigencia la Constitución actual. La versión “en bruto” era mucho más grotesca y una oportuna intervención parlamentaria logró aligerar el peso corporativista de la misma, pero no del todo. Una de las “huevadotas” innegociables para el régimen triunfante fue, precisamente, la que nos ocupa –de paso, hago recuerdo de que Morales Ayma, precisamente para que se diera curso al texto consensuado, aseguró que a efectos de reelección se contaría el corriente como primero de dos posibles, cosa que luego negó–. Imagine usted que le da un buen palazo a la piñata y le cae un yunque encima. Pues eso son las judiciales: han dejado aturdido, en estado de coma, al Estado de derecho.
En las dos previas, la sumatoria de votos en blanco, nulos y pifiados, además de la abstención, superó ampliamente a los votos válidos en conjunto y, tomados individualmente, los votos por algunos de los candidatos que llegaron a ocupar puestos en la magistratura, apenas superaban el cero. Está claro que este servidor formó parte de esa mayoría testimonial que no tuvo mayor efecto que darle un mensaje de repudio al régimen.
Sin embargo, al parecer, el domingo esta mayoría no será tan contundente. Hay quienes, en todo su derecho, manifiestan que haber votado nulo o blanco, más allá del testimonio no ha servido de mucho dado que, así fuera con porcentajes ínfimos, los agentes de régimen igual no más se posesionaron en los cargos, hoy llaman a votar por los “menos malos”. Con las disculpas del caso, no los encuentro. Así es que, aunque no sirva para maldita cosa, volveré a anular el mío.