Envejecer conlleva la pérdida gradual e
irreversible de algunas capacidades físicas, empezando por la audición. Sin ser
una enfermedad, el proceso de la progresiva sordera es particularmente
molestoso por sus efectos en las relaciones sociales, mucho más que otras
facultades que se degradan con la edad. Ni qué decir cuando la sordera se
manifiesta a temprana edad o cuando una buena audición es parte de las
herramientas de trabajo, como en el caso de los músicos.
En efecto, la sordera, incluso en niveles incipientes, implica no sólo un creciente aislamiento por la dificultad de seguir una conversación, sino también un retraimiento verbal. A veces el esfuerzo para disimular esa discapacidad lleva a situaciones embarazosas, como cuando se interviene a destiempo en una conversación o cuando se lo hace habiendo entendido “quid pro quo”. Por esa razón, muchos prefieren callar y aislarse. Otras consecuencias molestosas de la pérdida del poder auditivo son la elevación del volumen de aparatos de audio y de la propia voz, como si los demás sufrieran la misma discapacidad.
Adicionalmente, la contaminación acústica que se sufre en las urbes modernas contribuye a disminuir, desde temprana edad, la sensibilidad y eficiencia de esa maravilla de la naturaleza que es el oído humano.
La medicina y la tecnología ofrecen soluciones que no son simples ni definitivas. Los audífonos ayudan, pero no reemplazan toda la gama de prestaciones del oído humano. Presentan el problema de la recarga o del cambio de pilas y requieren mantenimiento periódico, sin considerar que no detienen el deterioro natural de ese órgano. Alternativamente, la cirugía de los implantes fijos ha avanzado mucho y, a pesar de lo delicadas que son esas operaciones, aporta soluciones más estructurales.
Hasta acá la sordera fisiológica, porque hay también una capacidad auditiva sicológica (que se eleva en las mamás para con sus hijos y se reduce en los hijos para con sus mamás) y otra metafórica. La sicológica puede dar lugar a situaciones cómicas, como la que protagonicé cuando mi primer hijo se pasaba la noche llorando y manteniendo a su mamá en vela, mientras yo dormía plácidamente, mecido por ese ruido de fondo. Hasta que una noche, mi esposa, al preparar un biberón para acallar el llanto del bebé, se echó agua caliente en la mano y soltó un grito de dolor que me hizo despertar, sólo para reprocharle: “deja de gritar, que vas a despertar a la guagua”. Mi ocurrencia sirvió para que la risa reemplazara el dolor.
Metafóricamente, el título de esta columna fue parte del reproche de los profetas de Israel a los reyes y al pueblo por traicionar la alianza con Yahvé, pero se lo puede aplicar a todo gobierno, especialmente a los que dicen gobernar “escuchando al pueblo”. En ese caso, los analistas fungen de profetas en un diálogo de sordos, porque más uno se atornilla en el poder más sordo se vuelve, aunque generalmente sin perder el habla.
En efecto, cuando se les dice: “Los subsidios a la energía no son sostenibles”, suelen responder: “Importaremos más petróleo crudo”. Si se les objeta: “Reemplacen los combustibles fósiles”, responden: “Aumentaremos la oferta de biocombustibles”. Si se les exige: “Ante el fin del ciclo del gas elaboren un Plan de Transición Energética”, su respuesta es: “Fue en los anteriores gobiernos cuando YPFB perdió la brújula”, como si alguna vez la tuviera. Cuando se les reclama: “Publiquen cuántas reservas de gas nos quedan”, responden: “El pueblo no entiende nada de reservas”.
En fin, como ídolos de barro que son, tienen oídos, pero no oyen; tienen soluciones a la mano, pero prefieren los parches caros e insostenibles; conocen la verdad, pero prefieren la mentira.