Las letras me han tenido presa estos meses: llevo cursando talleres y algún diplomado, con el único fin de aprender a escribir y de poder escuchar –en carne y hueso– a célebres novelistas; por unos días ayudé en la corrección de un libro; y pese a lo feo y frío del lugar, me metí a cuanto acto literario hubo en la Feria del Libro de La Paz. Solo quedaron fuera de mi radar los textos de robótica y botánica.
Sigo las distintas clases a distancia. Bienaventurados los que gozan de la invisibilidad de la cámara por instantes apagada, que permite ingerir un té con leche, o fumar un pucho (que nunca ha sido lo mío). De modo que además de fascinantes contenidos, estas aulas virtuales me han dado la conexión con gente de otras regiones y otros países. Acabo de reencontrar en la pantalla compartida a una colega peruana con la que trabajé hace 15 años, cuando ambas nos dedicábamos solo al derecho corporativo.
En estas incursiones a los programas literarios he identificado una diferencia cultural marcada entre los profesores que tiene que ver, sobre todo, con la ética de trabajo. En tanto la mayoría de los docentes latinos consienten uno o más retrasos en la presentación de las tareas exigidas y, “mejor” aún, perdonan el desacato a la lectura de los textos cuidadosamente elegidos para nosotros, el tutor español del otro curso le hace notar a una incrédula pupila argentina que sus últimos dos envíos llegaron “fuera de hora” y que no serán calificados. Todos sabemos que ninguna manifestación con cacerolazos hará cambiar de opinión al europeo.
Pero el tono de quienes enseñan también cambia según la nacionalidad. Mientras en el posgrado boliviano un humilde Maximiliano Barrientos intenta con paciencia hacernos comprender “lo sublime kantiano en función a los géneros del terror y el weird”; una delicada Magela Baudoin comparte su devoción por Borges; y un amigable Gabriel Chávez nos hace volar con su poesía; el novelista ibérico de grandes ventas, Juan Gómez-Jurado confiesa, en otro escenario, que para él la escritura supone lo mismo que cambiarles pañales a sus hijos cuando no hay nadie más en casa: “No me gusta, pero alguien tiene que hacerlo. Así como no puedo dejar a mis bebés cagados todo el día, no puedo dejar que las novelas que solo yo tengo en la cabeza se queden sin escribir”.
Eso sí, los invitados a los diferentes talleres, del país que sean, mantienen buen ánimo. Sin importar si es Giovanna Rivero, Arturo Pérez-Reverte, María José Navia, Élmer Mendoza, Rosa Montero o Juan José Millás, todos responden con respeto y sin condescendencia a nuestras nerviosas y entusiastas preguntas; y ninguno se aprovecha de la obvia distancia que nos separa.
Los compañeros también tienen signo distintivo según su patria (dicho sea de paso, acabo de saber que la palabra patria no solo es el país sino también el “lugar en el que se ha nacido”). Mis condiscípulos del oriente (boliviano) en el diplomado de Escritura Creativa –con los que compartí cinco meses– me entregaron casi a diario, cuando nos tocaba estar juntos, y en los ratos de bromas sobre nuestros modestos poemas, en WhatsApp, lecciones de sencillez. Esa que siempre va abrazada de la confianza en uno mismo y de la seguridad que no admite arrogancias. Y es que a ninguno de ellos se le iba el alma tratando de mostrar cuánto había leído y menos ocultando que no conocía a algún autor prestigioso. Ellos querían aprender, no saber más que el resto. Y aunque ninguno conocía la queñua, que fue el árbol andino que elegí para construir un haiku, yo ignoraba más.
Estar tan imbuida en ese cosmos ficcional trae consecuencias quijotescas. El extravío es lo común. El exceso de irrealidad no permite ya controlar la voluntad en la “suspensión de la incredulidad” de la que hablaba el poeta Samuel Taylor: se termina aceptando como ciertas todas las premisas sobre las que se basa la ficción y como ficticias aquellas sobre las que se apoya la verdad. A estas alturas leo como verídico el homicidio provocado por el esotérico Cecilio Guzmán de Rojas, relatado por Óscar Cerruto, en el cuento La muerte mágica; temo que si mi esposo se instala en el sofá no se levante más, como en algún cuento de Raymond Carver; y pienso que la gasolina no va a escasear, como en el cuento del presidente de YPFB. ¿Necesitaré ayuda?