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Quien calla, otorga | 19/08/2023

Solidarios con los muertos

Alfonso Gumucio Dagron
Alfonso Gumucio Dagron

Algunas organizaciones regionales e internacionales defensoras de los derechos humanos muestran actitudes perversas: se solidarizan con los muertos, pero no con los vivos. Desdeñan lo que sucede en Bolivia y miran hacia otro lado como si estuvieran distraídas, porque en Bolivia no hay suficientes muertos, todavía.

Censuran a algunas autocracias latinoamericanas por la cantidad de muertos que cargan en el ejercicio violento del poder, pero hacen la vista gorda sobre nuestro país. Organizaciones no gubernamentales que supuestamente defienden las libertades individuales y colectivas como Amnesty International y Comittee to Protect Journalists entre otras, o multilaterales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) o la Federación Internacional por los Derechos Humanos (FIDH), simulan ceguera y sordera frente a los reclamos de los bolivianos, poniendo en evidencia su sesgo político y parcialidad con el llamado Grupo de Puebla.

Si bien ahora se erigen en campeones para condenar a las dictaduras de Venezuela y Nicaragua, no siempre fue así. Hasta hace pocos años eran defensores entusiastas de esos mismos gobiernos mal catalogados como “de izquierda”, porque en realidad son totalitarios y represores, y en su política económica neoliberales caóticos, ni siquiera neoliberales estructurados.

Un ejemplo emblemático es la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA. En el papel, la CIDH “es un órgano principal y autónomo de la Organización de los Estados Americanos (OEA) encargado de la promoción y protección de los derechos humanos en el continente americano”. Fue creada por la OEA en 1959 y junto a la Corte Interamericana de Derechos Humanos instalada en 1979, es una institución del Sistema Interamericano de protección de los Derechos Humanos (SIDH). Tiene su sede en Washington D.C.  y está integrada por siete miembros supuestamente independientes.

En los hechos es un club de amigotes afines al “socialismo del siglo XXI”, cuya tarea ha sido respaldar a gobiernos con esa etiqueta. En el caso de Bolivia, la impostura monumental que representó Evo Morales durante 15 años, fue beneficiada por personajes tan deshonestos como Paulo Abrão, un brasileño militante del Partido de los Trabajadores, quien nunca entendió la enorme responsabilidad que significaba ostentar el cargo que durante años ocupó en la CIDH sin tener la calificación profesional ni moral necesarias. Sus sucesores son quizás menos prominentes (la estatura física de Abrão es inversamente proporcional a su ética), pero no menos perversos en su manera de catalogar las violaciones de derechos humanos: unas son buenas y justificables, y otras no.

Cuando a la CIDH se le hizo la consulta de si la repostulación (por cuarta vez) de Evo Morales a la presidencia de Bolivia era un “derecho humano”, como afirmaron dócilmente los magistrados del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP), la CIDH tardó más de dos años en responder, luego de que se produjera el fraude electoral y la violencia que resultó en muertos y heridos en varios lugares de Bolivia por el llamado que hizo Evo Morales a cercar las principales ciudades. En otros casos, la CIDH puede decidir en pocas horas si se trata de condenar a opositores, sin siquiera reunirse para considerar los hechos, porque así funciona ese club de arbitrariedades.

Algo similar sucede con la FIDH en su capítulo latinoamericano, que goza de autonomía de la organización internacional. Sus miembros son todos adeptos al Grupo de Puebla, y si bien ahora se cuidan de no defender a Nicaragua o Venezuela, lo hicieron hasta hace poco tiempo, de la misma manera que defienden aguerridamente a los gobiernos de Bolivia, Argentina, Brasil o Colombia. Las organizaciones civiles de derechos humanos que representan en América Latina, prefieren aliarse a los gobiernos, es más cómodo que sacar la cara por los defensores de derechos humanos en cada país.

Seguramente, cuando se multipliquen los muertos en Bolivia, recién reaccionarán la CIDH y la FIDH, obligadas por presiones internacionales más importantes, a regañadientes. Quizás tienen un “contador de muertos” para emitir medidas cautelares y defender la integridad física de las personas perseguidas.

En el caso de Perú, se han visto en figurillas, porque no calificaron de “golpe” el intento de Pedro Castillo de aferrarse al poder, pero sí de “masacre” lo que vino después bajo el régimen de la presidenta Dina Boluarte, antes vicepresidenta del mismo Castillo. Ahora no saben sobre quién descargar la responsabilidad, mientras se multiplican informes sobre la conexión que existe en la frontera de Perú con Bolivia, entre las acciones violentas y el ex presidente Evo Morales que todavía defienden.

@AlfonsoGumucio es escritor y cineasta 



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