En los últimos años, una frondosa veta de investigación histórica en torno a las características de la sociedad colonial ha empezado a poner en evidencia que, al menos una buena parte de todas las atrocidades que los pueblos indígenas sufrieron durante la conquista y la Colonia, no fueron como hasta ahora se nos enseñó. Para sorpresa de muchos –entre ellos yo– historiadores jóvenes empezaron a notar que aquellas espantosas imágenes de una colonialidad inmisericorde y abrumadoramente criminal, no parecen ser tan ciertas. Solo habría que pensar que los españoles fundaron más de 30 universidades en lo que se ha llamado territorios coloniales y habría que agregar que las Leyes de Indias están consideradas uno de los primeros cuerpos legales que incluyeron principios de Derechos Humanos.
Sin duda, reconocer las atrocidades y el sufrimiento de los nativos es inobjetable, pero también van destacándose los logros que sentaron las bases para el desarrollo cultural, académico y político de las naciones sudamericanas. Incluso la nominación de colonias fue en gran medida un despliegue de la cultura inglesa. Según los expertos, los pueblos sometidos por la corona española siempre se reconocieron como hispanos; eran territorios hispanos, no colonias españolas. La explotación de los términos coloniales fue más un artificio propio de los discursos políticos más que de las narrativas históricas de los pueblos hispanoamericanos.
Este resurgimiento de un pensamiento crítico que no está dispuesto a creerse todo lo que se le cuenta es propio de los momentos en que grandes periodos de la historia decaen y dan paso a ciclos diferentes cuya distancia con la mitología urbana, la inventiva histórica y la demagogia política se descomponen. Surgen en su lugar formas superiores de conocimiento e investigación que, en muchos casos, restituyen los verdaderos parámetros en que se movían las sociedades en el pasado.
En todos los órdenes de la realidad, e independientemente de las características culturales, económicas, sociales y políticas de las sociedades de occidente, se experimenta una revisión de los argumentos y de los relatos que sirvieron durante todo el siglo XX y parte del XXI como fundamentos históricos irrefutables y sostén indiscutible de las posiciones ideológicas que marcaron el curso de la historia.
En todos nuestros países, una visión crítica empieza a relativizar los conceptos y los juicios de valor que daban pie a posiciones extremas, en muchos casos marcadas por un sesgo racial inadecuado para un mundo en franco proceso de mundialización. El producto de este fenómeno, en gran parte generado por el propio desarrollo económico y social de nuestras sociedades y el desarrollo tecnológico que las acompaña, se expresa en la generalizada desilusión en torno a los grandes discursos del siglo XX, la crisis terminal de las sacrosantas ideologías y la descomposición acelerada de los partidos políticos.
Esta explosiva combinación de factores lo menos que puede producir es la necesidad de revisar los argumentos, las justificaciones, los pretextos y los mitos que, a lo largo de las décadas pasadas, solo sirvieron para imponer regímenes e ideologías, derrocar democracias, minar los valores sociales y diezmar las instituciones. Incluso, como en nuestro caso, avasallar el sistema republicano para intentar sustituirlo por un indigenismo anacrónico.
Parece, pues, que estamos en las puertas de un nuevo mundo mucho más intelectualmente diverso, democrático y crítico. Esto, sin duda, siembra el terror entre los que viven aferrados al pasado y desde allí instrumentalizan sus grandezas y sus miserias para reconstruir ideologías que la modernidad tardía ha sepultado en el cofre de los recuerdos, o para manipular la sensibilidad social en función de sus propios intereses.
Todo indica que el siglo XXI avanzará a una nueva modalidad de renacimiento, más allá de la mediocridad que hoy nos rodea.